Relatos a Concurso: Renacimiento, por Carlos J. Fernández



Desde el amplio ventanal de la oficina en la que yo trabajaba, situada en el altillo, podía
ver casi en su totalidad, la vasta extensión del almacén de muebles antiguos. Un lugar
débilmente iluminado en el que, se me antojaba; parecían haber sido alineados, los
restos de un naufragio depositados por la marea sobre la arena de la playa. Quizá fuese
el naufragio del tiempo. De familias de noble linaje que allá en sus mansiones, habían
vivido, sobre una cloaca, cuyo sumidero acabó por tragárselo todo:

Mesas de madera tallada, sillas tapizadas de cuero repujado, bargueños de cedro y
palosanto semejando casitas de muñecas, cómodas isabelinas, escritorios de persiana,
espejos alfonsinos de marco sobredorado, aparadores con patas rematadas de cabezas
leoninas y una multitud de viejos muebles de maderas valiosas. Hasta allá arriba llegaba
La densa exhalación que irradiaba su atmósfera.

Los operarios del almacén de exportación e importación de antigüedades, alineaban más
muebles viejos, recién llegados. Los imaginé en aquel instante, como paleontólogos
que, en el museo de historia natural, dispusieran metódicamente las vértebras de un
animal extinguido hace siglos.

- ¿Todavía aquí, Salvador? ¡Hombre de Dios!, le dije que hoy podía irse antes – era el
patrón quien me hablaba, Fatigado de ascender por los peldaños metálicos de la
escalera, entraba en aquel momento en la oficina. El señor Pascal tenía las cejas
pobladas y el pelo fuerte y ondulado, La piel del rostro tersa y la papada generosa. El
cuello cerrado de la camisa apenas podía contenerla-.
- Gracias Don Silverio, ya me iba, pero aún me entretuve echando un vistazo a la nueva
mercancía –dije, aparentando un celo por los detalles de mi trabajo que estaba lejos de
sentir-.
- Poca cosa- dijo Don Silverio Pascal, gesticulando con su mano ensortijada- Un lote
que nos llega de China, imitaciones más que otra cosa, abedul y haya… habrá que
teñirlos. ¡Este negocio se hunde Salvador! … ¡Pero váyase ya hombre! su vuelo sale
pronto, no empiece usted con prisas un viaje de placer. Y no se olvide de traerme los
catálogos que le pedí, ya sabe que Italia es todavía un paraíso para nosotros los
anticuarios.
-Claro Don Silverio, cuente con ello - el patrón, derrumbado sobre la silla giratoria, se
enjugaba el sudor de la frente estrecha con una de sus gruesas manos, proyectando
reflejos en la estancia con la piedra aguamarina de su anillo-.
-¡Cada vez más material de desecho, Salvador ya lo ve usted! – Me retuvo un momento

Don Silverio, sin dejar de agitar la aguamarina que afeminaba su mano regordeta- Pero
lo peor son los restauradores. Me gasto una fortuna en ellos, ¡esa canalla!… cuando yo
empecé en este negocio, era gente humilde, viejos artesanos sin más pretensiones, pero
ahora… estos muchachuelos universitarios…se creen artistas ¡y cobran como si lo
fueran! bien lo sabe usted que lleva las cuentas. Pero váyase ya Salvador, perderá usted
el vuelo, su mujer le estará esperando, déle un beso a Gloria de mi parte, es un ángel esa
chiquilla, ande, pásenlo bien y disfruten su viaje- se despidió el patrón.

El “ángel” en cuestión estaba ya esperándome de pie, junto al portal de casa, con las
maletas a sus pies. Su irritación por mi tardanza la había tenido ocupada largos minutos
ensayando estudiadas poses de impaciencia. Al verme llegar respiró a pleno pulmón y
levantó con su mano leve el mechón rubio que caía sobre su frente. Dispuesta a
reprenderme, se desanimó notablemente al apreciar mi sonrisa escéptica:
- ¡Lo creas o no llevo aquí esperando un buen rato! –dijo Gloria mientras dejaba escapar
ella también una breve sonrisa.
Sabía que era su previsión excesiva la que la hacía esperar; casi siempre
innecesariamente –Gloria rió abiertamente al abrazarme. Aún faltaban más de dos horas
para la salida de nuestro avión.

Aterrizamos en el aeropuerto de Pisa a mediodía. Aquella ciudad era el primer destino
de nuestro viaje. El autobús que tomamos al abandonar el aeropuerto nos dejó en el
centro. Al bajar observé que un sucio estrato de nubes bajas cubría el cielo. Gloria no
reparó en ello, siempre que viajaba se colmaba de una incredulidad hipnótica al estar al
fin en un lugar largamente anhelado.

Caminamos hacia la hostería, atentos, avanzando por una calle paralela al río. En esta
primera visión sobresalían los tonos ocres y rosados de las casas, las trattorias
coloristas, las murallas y las torres medievales con sus banderines tremolando al viento.
A lo lejos las praderas verdes contrastaban con los blancos mármoles de las plazas.
Lejos de la aparente quietud que encontré en el río tras una mirada de soslayo, pude
apreciar en él un extraño hervor cuando me detuve a observar con atención sus aguas.
Gloria dijo no ver nada.

Finalmente llegamos a la iglesia de Santa Caterina. En la calle de enfrente se encontraba
nuestro alojamiento; la hostería “torre inclinatta” cuyo nombre, obviamente, no parecía
el resultado de largas noches de insomnio.

En la recepción nos atendió enseguida una mujer de pelo blanco, alta y encorvada, que
se presentó como la señora Mazzetti, aunque condescendió, con una amplia sonrisa que
se iba degradando a medida que hablaba, a que la llamásemos “Signora Claudia”.
Gloria, sin embargo, a quien la señora Mazzetti le provocó antipatía de inmediato la
bautizó más tarde, entre nosotros, como la señora “torreinclinatta”. La signora, con la
sonrisa ya definitivamente extinguida nos indicó el camino hacia nuestra habitación.
Nos instalamos en la estancia, más bien estrecha. Desde el balcón me detuve un
momento a contemplar el tránsito de los viandantes: turistas alemanes en pantalón corto,
pese al frío de febrero, jubilados del norte de Europa, con grandes gafas oscuras para
protegerse de un sol inexistente, frailes de hábito grueso caminando en parejas. Por un
momento creí advertir en el ambiente el aroma familiar del almacén de antigüedades.
Cuando se lo comenté a Gloria me miró como si hubiera dicho una estupidez.

La señora “torreinclinatta” nos obsequió con un plano de la ciudad y tras acomodar el
equipaje salimos de inmediato. El cielo era ahora como un mar inverso que amenazaba
con inundarnos, oscuro todavía, pero veteado de olas, algodonosas, cada vez más bajo,
casi opresivo. El agua del río borboteaba, o así lo creí yo, pero nadie más parecía
advertirlo.

Nos detuvimos un rato en la plaza de los caballeros y Gloria se paró a comprar
souvenirs. Mientras tanto yo me dediqué a recopilar catálogos de las tiendas de
anticuario que pude encontrar por allí. Después sin mayor disimulo Gloria me cogió de
la mano y me arrastró camino de la “Plaza de los Milagros” Allí estaba la torre
campanario de la catedral, es decir la famosa torre inclinada de Pisa, que al fin y al cabo
era lo que ella había venido a ver.

Tenía algo aquella torre que urgía a contemplarla con vehemencia. Proyectaba su
sombra sobre la plaza del Duomo. Todo en ella era grandioso para el espectador. Las
dimensiones de aquello que la rodeaban, parecieron minúsculas durante unos instantes.
Algunos turistas la fotografiaban divertidos y asombrados; como quien aplaude en el
circo la habilidad de un oso que se mantiene erguido por unos instantes sobre sus patas
traseras, en un sorprendente equilibrio.

Gloria paladeaba el momento en un estado de éxtasis beatífico. La zarandeé para
sacarla de su arrobo.

- Ya te dije que teníamos que venir aquí, ¿qué te parece? –me preguntó ella sin apartar
la mirada de la torre.
Una tarta de ocho pisos –dije yo, molesto por la solemnidad del momento.

De vuelta a la hostería cenamos en compañía de un húngaro que también se hospedaba
allí. Era un hombre enigmático, de unos sesenta años Y gesto elegante. Se presentó
como Istvan Tibor. El señor Tibor tenía los ojos azules y burlones y una expresión
afable y confiada. La mirada era la de quien lo ha visto todo ya en la vida y de poco
tiene que asustarse. Tibor vio los catálogos de anticuario que yo había dejado sobre la
mesa. Pidió permiso para hojearlos un momento. Sus comentarios demostraron una gran
erudición sobre el tema:

-¿Es usted anticuario Señor Tibor? - Le pregunté sorprendido-
- Por favor, llámeme Istvan. Durante muchos años coleccioné antigüedades. Las apilaba
en el sótano de la vieja mansión que heredé de mi familia- El señor Tibor se mesaba la
barba entrecana al hablar-.
- ¿Llegó a tener una gran colección entonces? – pregunté intuyendo una apetecible
historia detrás de todo aquello-.
- Así es, una gran colección, pasaba horas en el sótano haciendo recuento…
paseándome entre aquellos trastos, deteniéndome a observarlos durante horas. Algo
insano créame. Acabé por enfermar- las arrugas de su frente se atenuaban tras cada frase
y sus ojos se hacían más burlones.
Imaginé al Señor Istvan, en su vieja mansión de Hungría, sólo, en el sótano de
antigüedades, abismado y enloqueciendo en una atmósfera enajenada; a la sombra de
sus nobles antepasados.
- ¿Y qué hizo finalmente Istvan?
- Pues, por suerte, me salvé a tiempo, un día organicé una enorme pira con todo
aquello, prendí en llamas el sótano y el fuego acabó por devastar la mansión entera.
Nada más hacerlo recobré la salud y las ganas de vivir – Gloria lo miraba perpleja-
- ¿Y a qué se dedica ahora? - Preguntó ella-
- Me dedico a escalar montañas en Asia, también paso largas temporadas en las selvas
del Perú.- la conversación y los modales amabilísimos de aquel húngaro me tenían
fascinado.
-¿Y qué ha encontrado usted en esa forma de vida si me permite la pregunta? Le
interrogué, seguro de que su respuesta no me decepcionaría.
- En las selvas del Perú habitan las últimas tribus que aún no han tomado contacto con
la civilización. Intento observarlas a una cierta distancia. Son fascinantes. Hombres y
mujeres de cabello largo y rasgos asiáticos. No poseen nada que no puedan cargar con
sus propias manos. En cuanto a la montaña, me gusta subir a sus cumbres, ¿acaso hay
mejor lugar desde donde contemplar el mundo?
- ¿No le resulta peligroso?, no es usted ya un muchacho, si me lo permite –me atreví a
sugerir.
- Mejor así, deseo que la muerte me encuentre en la montaña. Sería fascinante morir en
la cumbre de un pico nevado, congelado, lentamente, enterrado por la nieve ¿no le
parece a usted? –las blancas cejas de Tibor, sobre los ojos sonrientes, proyectaban un
ángulo y casi se unían en su vértice superior.
Gloria, alerta siempre ante quienes emanan seducción, le inquirió con ironía:
- Pues aquí, está usted bien lejos de las selvas del Perú y de las cordilleras asiáticas
Señor Tibor.
- Tiene usted razón –rieron de nuevo los ojos azules- Si estoy en Pisa es porque…soñé
hace unos días que iba a ocurrir aquí algo…inesperado y revelador.
- ¡Se fía usted de los sueños! –exclamó Gloria escandalizada , pero con una sonrisa de
circunstancias.
- Lo hago sí, fue un sueño el que me reveló que debía quemar mi viejo sótano y me fue
muy bien desde entonces –dijo Tibor con una franca sonrisa.

La señora Mazzetti, entró en tropel en el comedor. Sus movimientos eran confusos y
agitados mientras recogía las otras mesas ya vacías de huéspedes. La charla se
interrumpió. Gloria y yo interpretamos que se nos invitaba a abandonar la sala, pues era
tarde y en realidad hacía tiempo que habíamos terminado la cena.

Sin embargo el húngaro aún se quedó a tomar un té. Nos despedimos cordialmente.
Cuando doblamos hacia el corredor me quedé un momento parado al pie de la escalera.
Gloria subía ya con urgencia. Pude oír como el húngaro y la Signora hablaban a media
voz, me acerqué intrigado al umbral del comedor, sin dejarme ver:

- Señor Tibor- reconocí la voz aguda de la patrona- estoy muy asustada, se ha levantado
una extraña niebla en la ciudad y esta tarde, los pájaros no cantaron en la plaza como es
su costumbre. sino que caían raudos y en silencio para remontar el vuelo a pocos metros
del suelo.
-No se asuste Claudia- le dijo el Señor Tibor en un tono extrañamente confidencialusted
ha visto muchas cosas, como yo, y sabe que sólo si muere la memoria del hombre,
puede surgir un hombre nuevo –y ante semejantes explicaciones parecía encontrar
consuelo la dama italiana. Gloria me llamó, extrañada por mi tardanza en subir, y tuve
que marchar escaleras arriba para no ser descubierto en mi indiscreción.

Estábamos agotados y nos echamos a dormir de inmediato. Gloria se durmió al instante,
pero yo a pesar del cansancio no podía conciliar el sueño. Las palabras de Istvan Tibor
habían agudizado extrañas sensaciones que intentaba hilvanar desde antes de salir de
viaje. No podía dejar de visualizar lo que había oído durante la cena: el viejo sótano
ardiendo, las tribus no contactadas, las montañas nevadas, el augurio de los pájaros, el
tono confidencial entre el húngaro y la señora Mazzetti. Todo ello se unía ahora a mis
propias percepciones

No conseguí dormirme sino a altas horas de la madrugada. Poco después me despertó el
balanceo de la cama que parecía acunar una mano invisible. Después en un instante que
se eternizó, sonó el desplome de un coloso, una avalancha de columnas y peldaños en
caída libre: un alud de 14.700 toneladas de piedra. La caída de la torre inclinada.
Gloria gritaba, la tomé de la muñeca y saltamos de la cama, instintivamente corrí
escaleras abajo. En la calle restallaba el eco de la debacle. El murmullo creciente se
había convertido en un griterío desatado. Corrí de la mano de Gloria hacia la plaza de
los Milagros, apenas 300 metros. Aún había poca gente por las calles, la mayoría corría
en sentido contrario al nuestro. Finalmente llegamos a la plaza del Duomo. Gloria
lloraba espantada, sin comprender nada. El polvo iba cayendo lentamente como un telón
traslúcido, los primeros rayos de luz al alba nos dejaron contemplar la escena. Las
sirenas sonaban cada vez más cercanas. Entre el público ya congregado allí pude ver
sobre algunas cabezas los ojos sonrientes de nuestro amigo húngaro. Monjes
franciscanos de rodillas con el rostro paralizado en un gesto de terror ancestral. La
señora Mazzetti con una enigmática expresión de alivio. La torre yacía sobre la plaza
como el esqueleto de un barco escorado sobre la arena de una playa. Sus blancas
secciones parecían dispuestas metódicamente: como las vértebras de un animal
extinguido hace siglos.

Relatos a Concurso: La partícula de Dios, por Carmen Gómez Barceló.


-Por Dios, que es Domingo. No puedes irte otra vez. Hace menos de seis horas que has llegado y apenas has dormido.
-No empecemos Clara. Tengo que volver, es importante.
-Espero que algún día seamos también importantes para ti tu hija y yo.
-¿Sabes? Me rompes el alma.
-Por favor David… Tú no crees en el alma
-No voy a discutir cariño. Me tengo que ir.
David, con un café solo como único alimento, se dirige al acelerador de partículas.
A duras penas consigue concentrarse en los mecanismos del vehículo que le lleva al trabajo, pues su atención  y todo su intelecto está dirigido a un solo fin, encontrar la partícula.
Una vez en el centro de investigación, después de desbloquear la puerta de entrada con su código personal, va soltando la ropa que siente que le sobra, por donde azarosamente cae y se sienta delante de su ordenador. Enciende el aparato. Sus ojos una vez más se clavan en la pantalla y el monólogo interno comienza:
¡Dónde estás  joder¡ Sé que existes. ¿Sabes? Me estás arruinando la vida. Tal vez ni siquiera merezcas la pena. Estoy consumiendo las horas más preciosas de mi vida contigo. Eres como una amante caprichosa, parece que te voy a conseguir y cuando estoy a punto de abrazarte ¡zas¡ desapareces antes de que pueda ver tu estela. Y todo para demostrar por qué la materia es materia…Y estoy aquí horas, días, años esperando a que aparezcas. Lo peor de todo es que mientras que tú  decides si te haces ver o no, seguramente yo esté perdiendo de vista otras partículas. Las que se dejan ver cada día delante de mí y yo no las miro porque estoy pensando en ti.
Mi hija, Victoria, descubre todo un universo cada día y yo no estoy ahí para acompañarla, sino que me encuentro aquí, persiguiendo a una maldita partícula que sé que está pero que nunca he visto.
Sin dejar de pensar, pues esto es lo que hacía casi todo el tiempo, darle vueltas y más vueltas a cada idea, David, recogía sus pertenencias y emprendía su vuelta a casa.
Abrió la puerta mecánicamente cuando de repente una imagen no prevista le detuvo en seco. En la entrada de la casa descansaba una serie de objetos conformando un equipaje. La maleta rosa fucsia de Victoria, su hija destacaba sobre todo lo demás.
-Clara, qué pasa.
-Ya lo ves, David, nos vamos.
-Pero…No podéis hacerme esto, dijo David con gesto suplicante.
-Claro que podemos hacerte esto. Deberías estar agradecido. Siempre te estás quejando de  que te coaccionamos, que le robamos horas a la obsesión en que se ha convertido tu trabajo. Pues se acabó. Eres libre. ¡Vamos Victoria¡
-Adiós papá, dijo la niña. No te pongas triste. Dice mamá que cuando encuentres algo que no encuentras, volverás con nosotras.
La puerta se cerró con un rotundo golpe.
Una vez más, David bajó la escalera de caracol que era su mente. Cada escalón era un pensamiento que se adentraba en otro. Este, en el siguiente más profundo aún y así hasta llegar al infierno. Allí quemaba sus obsesiones, sus frustraciones, su ego.
Cayó en la cuenta entonces de que todo lo que se consumía en ese averno particular era él mismo. Se había convertido en un gran agujero negro extremadamente denso que actuaba como único receptor de todo  lo que él era capaz de ofrecer.
Exhausto, ponía fin a esta nueva crisis, convencido de que  el ciclo volvería a empezar.
Por la mañana, al despertar, abrió el amplio ventanal de la lujosa casa donde vivía en Ginebra y percibió una cálida caricia. Los incipientes rayos de  sol que le saludaban y el color calabaza del cielo le hicieron esbozar una sonrisa.
Por primera vez pensó en Clara antes que en su partícula.
Quizás, realmente el bosón que buscaba, sin proponérselo, le había zarandeado el alma. “Victoria…¿sabes? Creo que he encontrado por lo menos, una parte de lo que buscaba... La partícula de Dios, puede esperar”.      




Relatos a Concurso: Hermana vida, hermana muerte, por Matilde López de Garayo.



Mi madre era una persona especial. Recuerdo las tardes soleadas, cuando nos sentábamos en el porche, en aquella mecedora que chirriaba un poco.  Me cogía en brazos y me sentaba en sus rodillas. Mientras que me acariciaba el pelo, me susurraba al oído.

-¿Hoy de qué?- Yo aprovechaba ese momento para aspirar con  intensidad su olor, un olor tenue a flores, a suavidad. Ese aroma perduraba en mi pelo hasta la noche, y me quedaba dormida, creyendo que era a mi madre a quien abrazaba, y no a la almohada.

-¡Mamá!- y me ponía a mirar a mi alrededor a buscar algún detalle que ayudara a mi madre a inventarse el  cuento de esa tarde- Miré al cielo y le contesté –De un pájaro que vuela,  muy alto – y al mismo tiempo le  señalaba el cielo con mi dedito de 6 años.

Ella se concentraba durante unos segundos e improvisaba la narración. Ese ritual lo teníamos desde que me alcanzaba la memoria. A veces eran unos cuentos tontos, pero  esos  momentos, a  solas con mi madre, los esperaba día a día.

Me contó su último relato:
“Erase una vez un pajarito que   vivía en  su  nido. La mamá  le enseñaba a comer, a volar. , Sin embargo tenía miedo de la altura. La mamá insistía una y otra vez. Con el pico le obligaba a que se acercara al filo del nido y le incitaba a que echara a volar – En ese momento mi madre me empujaba con cariño hacia delante, como si fuéramos las protagonistas del cuento y me susurraba, -¡Polluela!, No tengas miedo a volar, no tengas miedo a vivir- Yo me reía felizmente, pensando que era un juego. Mi madre proseguía -  Un día la mamá  no regresó. El  pájaro aprendió a volar. Al principio no se alejaba del nido, pero pronto llegó a ser gran  experto volando”

- Es muy triste mami, ¿Porqué la madre se tuvo que marchar?, ¿A qué tenia miedo el pajarito?, ¿Por qué no volvió la mamá? ¿Porqué..,?

-¡Para! ¡Para!- Me acariciaba el pelo a la vez que  lo besaba. Mi ingenua inocencia me impedía percatarme del mensaje que me estaba transmitiendo- Es sólo un cuento, y lo bueno que tienen los cuentos es que los puedes cambiar.

- ¡Vale! –Le respondí, pero mi cabecita volvía al cuento- ¿Y porqué tenían que volar tan alto?- Y me movía hacia delante y hacia tras para que la mecedora se balanceara también.

-Porque, las águilas vuelan  ¡muy! ¡Muy alto!, Como tú lo harás un día- Me contestó cubriéndome con sus manos, las mías.

-¡Mamá! Yo cuando sea mayor quiero ser un águila- Le decía a mi madre con determinación y extendía mis bracitos  planeando como si fuera un ave – Mi madre reposó su cabeza en la mía y así nos quedamos durante mucho, mucho tiempo. Yo disfrutando del momento, y  ella, ella.., ¡Ella era todo mi mundo!

Los acontecimientos posteriores hicieron que aquel relato repercutiese en mi vida de una manera trascendental. Un cáncer agresivo la arrancó de mi vida al cabo de un mes. Mi cabecita infantil no podía entender aquel abandono. Los días siguientes  los pasé llorando agarrada a mi almohada, buscando inútilmente su olor. Extendieron sábanas en los muebles, cerraron puertas y ventanas. Sellaron la casa,  sellaron mi corazón. 

Me enviaron a vivir con una hermana de mi madre. Nunca le di problemas, era una niña obediente, callada y triste. Llegué a quererla, aunque nunca se lo demostré y  cuando cumplí dieciocho años volví a quedarme sola.

Mi carácter taciturno y distante  se volvió aún más frío, más seco. Crecí encerrada en mi mundo, sin sobresalir en nada. Era como si quisiera que la Vida no se percatara de mi existencia, como si quisiera ser invisible cuando la Muerte se acercaba a cobrar su tributo.

Me levantaba por las mañanas y me dirigía hacía mi tienda. Entre los libros me sentía segura. Allí acudían personas tan reservadas como yo. Compartíamos en nuestro  aislamiento la poca sociabilidad que nos quedaba.

Pero no puedes engañar a la Vida, ni burlar a la Muerte, y una noche regresando a mi casa un conductor ebrio me arrolló en mitad de la calle. Me envolvió el silencio, me envolvió la soledad, la intensa oscuridad del salón de la Muerte. Miraba a mi alrededor con una confusión absoluta e intentaba orientarme en aquel completo desconcierto.

Poco a poco, una luz opaca se fue esclareciendo a mi alrededor y entonces ¡la vi!, Aquella figura traslúcida me sonreía con extremada serenidad. Era mi madre que en su silencio me suplicaba que no la acompañara. Que volviera..,

Escuché a lo lejos unos pitidos, monótonos y constantes. Con dificultad conseguí identificarlos, procedían de  una máquina de hospital. Después de dos meses estaba  saliendo del coma.

Mi aturdimiento inicial, se convirtió en una desorientación de todo lo que me rodeaba, de todo lo que pensaba, de todo lo que sentía.

Comenzó mi convalecencia: los ejercicios dolorosos de mi rehabilitación, las clases de lectura, de escritura. Aprender a andar, a hablar, a fin de cuentas volver a aprender a vivir. Quizás el dolor que sentí durante mi recuperación, las limitaciones físicas y mentales a las que estuve sometida,  el dolor ajeno de los demás enfermos, o la fuerza con que se enfrentaban a sus dolencias me hicieron reflexionar sobre mi vida antes del  accidente -  de mi muerte en vida-  sin valorar lo hermoso que era sentirse vivo. ¡Lo hermoso que es vivir!

Se tarda tiempo en cambiar, se necesita muchas fuerzas, ¡No! Para  volver a vivir sino para vivir de diferenta manera, con diferente perspectiva, con diferentes expectativas. Pero al final ¡Lo conseguí!

Hoy sentada en la mecedora donde hace años compartía esos momentos tan entrañables  con mi madre, hago recuento de mi vida.

Me he recuperado totalmente de mi accidente, y  reconozco que por fin he hecho las paces con la Vida, que es tan caprichosa  como desconcertante, con la Muerte que con su  libre albedrío, esconde una incomprensible justicia. Ambas van unidas porque una no existiría sin la otra. Ambas me dieron  una oportunidad: una me soltó cuando me guiaba a su mundo, la otra me rescató para devolverme al suyo. Les he perdonado por fin.  Y ellas a mí.

Me balanceo abrazando a una niña inexistente, cierro los ojos  y respiro la fragancia de la primavera, las flores, la hierba, el olor del viento. Y al abrir los ojos veo en el cielo un ave volando, como aquél del último cuento que se inventó mi madre.

Sonrío al decirle  a su recuerdo – ¡Mamá! por fin aprendí a volar en la vida, y vuelo muy, muy alto.
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Planteamiento de una novela, por Carmen Gómez Barceló.



Título: Resistiré
Asunto: La protagonista, Lola, se enfrenta al desamor desde una personalidad obsesiva, desequilibrada y trágica.
Tema: La aparición de Manuela, una mujer que se adueña del corazón de Mateo, supone un sublime contratiempo que trastoca los planes de Lola para conservar el amor de su vida.
Elementos de la novela: Tres personajes que son prototipos de seres humanos totalmente diferentes y opuestos entre sí.
1º personaje principal: Maquiavélico.
2º personaje: Paranóico.
3º personaje: Carácter fuerte y objetivo.

Triángulo amoroso conflictivo.

Ambiente: El escenario es un barrio actual. Atmósfera desenfadada.
Acción: La acción pasa por los continuos avatares en los que Lola se ve enfrascada por conservar a toda costa el amor de Mateo, su gran amor. Para conseguirlo no le importará descreditar a Manuela ante el resto del mundo. Ella sabe que es a ella a quién  realmente ama Mateo.
El tiempo: Toda la vida de Lola.
Exposición: Lola se queda sola por primera vez desde que Mateo la abandonara.
Nudo: Los acontecimientos que precipitan la ruptura. Mateo y Manuela intentan emprender una nueva etapa como pareja pero se olvidan de la obsesión que acompaña incansablemente a Lola
Desarrollo: Se explica cómo la protagonista ha llegado a ese estado de deterioro físico y mental.
Punto culminante: La aceptación de la verdad
Resolución: La única posible para no morir de amor. La distancia.
La composición será artística y el narrador en 3ª persona, omnisciente.
  
RESISTIRÉ

Capítulo 1º

El agotamiento ocupó todo su ser. Incrustada literalmente en su viejo y mugriento sofá, miró al enmohecido techo de su covacha y pensó: Respiro profundamente para permitirle a mi pesado cuerpo permanecer inmóvil un rato más. Ponerme en pié ahora sería como levantar a un elefante de 400 kilos. Por favor, que se pare el reloj hasta que por algún recóndito motivo mi osamenta considere que es capaz de reiniciarse. Que tú te dignaras a volver, serviría.
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Los Pollitos, por Matilde López de Garayo.


Acababa de llegar de Utiel, agotado, frustrado, deprimido.., Aunque medía cerca de 1,80 y tenía una constitución fuerte, hoy me encontraba pequeño y débil.

 Por la mirada de mi hermana, me di cuenta que no se había tragado mis razonamientos para rechazar, la oferta de trabajo que con tanto esfuerzo me había conseguido.

Ni la separación temporal de mi mujer y mis hijas, ni el incumplimiento de las condiciones del trabajo: el horario excesivo, el sueldo o la lejanía de nuestro destino, habían conseguido convencerla.

Me aseguró que la crisis  acababa de empezar y que nos esperaban unos años de ¡Aupa!, ¡Qué me sujetara a un clavo ardiendo!

¡Cómo contarle aquel episodio que me había traumatizado tanto!, Pensaría que era un blandengue. Y yo no conseguía quitármelo de la cabeza.

Hoy  tres años más tarde, España en una crisis, que no sé dónde nos está llevando, analizo aquel viaje, y no sé si volvería actuar de la misma manera.

Nunca lo sabré, porque no tenemos la oportunidad de volver al pasado...

Empecé a trabajar a los 19 años como Técnico Auxiliar Delineante, después pasé a Especialista, a Jefe de Estudio y posteriormente a Encargado de un Estudio de Arquitectura, me hice Calculista de Estructuras, y de depender de mí 200 personas y a mis espaldas más de 3000 proyectos, hoy me encuentro en el puto paro.

A finales del 2009 tuve la oportunidad de trabajar como conductor de un rígido de 12 metros, cargado con 100.000 pollitos de granja y ¡Cómo pesaban los puñeteros!

Los tuvimos que cargar en aquella explanada de la incubadora de Utrera,  ¡Qué diferencia de cuando los  trataba de niño!

Recuerdo que me compraban uno al principio de verano, para que lo cuidara y no diera demasiado el coñazo. Yo lo veía tan frágil, tan mullidito, tan simpático que me daba ganas de meterlo en la cama, como si fueran un peluche, ¡Claro! Que como era un varón yo nunca tuve un puto peluche, tenía que llevar un sombrero de cowboy  y pistolas, ¡Vaya a que el niño saliera maricón!...,

 Y me acostaba con las pistolas no fuera a que atacaran los indios.

¡Vaya mierda de infancia con tanto tabú!

Cuando terminamos de cargar el camión  mi jefe me comentó
-        Bueno, tenemos que ir a un pueblo cerca de  Utiel. Tú que eres andaluz ¿sabes dónde se encuentra el pueblo?.- Era el típico castellano de Valladolid, de 1,90, nariz aguileña, y muy delgado. -Yo pienso que está por Córdoba. – Le respondí

Desplegó  el mapa.
-    ¡Joder está al sur de Teruel!
-   ¡Ostras Jesús! – Así se llamaba mi jefe- nos comemos los dos discos- (los discos son el registro de horas máximas de conducción,  y horas mínimas de descanso, 18 entre los dos). Y  pensaba...  “reparto por Andalucía” ¡Tiene cojones el tema! ¡A Teruel que nos vamos!

Una vez en marcha me empecé a dar cuenta que no era tan maduro como creía, el trabajo era completamente diferente al que había realizado hasta entonces. Me iba a costar hacerme con él, y cada kilómetro que recorría me acordaba más de mi mujer, y de mis dos hijas pequeñas.

¡Y todo por culpa del cabrón del Zapatero!

Iba concentrado conduciendo ese pedazo de pepino, un Scania de 1 año de antigüedad por la nacional IV.

 Lo que más preocupa a un veterano es dejar su vida y su camión a un novato, estos bichos son de propulsión trasera y peligrosos al entrar en las curvas.

Aunque me flipaba  conducirlo me iba dando cuenta que aquello no era para mí, que quizás me había equivocado al sacarme todos los carnés de circulación.

A las nueve de la noche llegamos a la comarca de Utiel, llevábamos 11 horas trabajando. Durante el trayecto me percaté de la camaradería que existe entre los camioneros, como piensan los unos en los otros. No como en el sector de la construcción donde aprovechan cualquier oportunidad para pisarte el cuello. 

Llegamos una hora más tarde, no sé como pude entrar sin vaselina con el camión por esos estrechos  carriles.

Cuando me acostumbré a la oscuridad me llamó la atención el cielo, lleno de estrellas, diferente, debido a la latitud en que nos encontrábamos. Aunque no me interesa la astronomía  reconocí que era hermoso, y que también  ¡hacía un frío de cojones! , y mi jefe con un chalequito de nada, ¡chicharrón del norte!

Empezamos a descargar el camión, nos ayudábamos con una rampa elevadora que bajaba las columnas de cajas donde iban los pobres pollitos hacinados: 100 en cada bandeja y 10 cajas ,una encima de otra, en cada pila.

Teníamos que llevar 33.000 pollitos a cada  nave. Arrimar las pilas a la rampa elevadora,  con mucha rapidez, ya que el camión estaba a 28 grados igual que las naves, mientras que en el exterior estábamos a 2 grados.

Empecé a resentirme, el esfuerzo físico y el frío me impedía respirar, era como si te fumaras un puro a pulmón.

La tragedia llegó al terminar la tercera nave de la explotación agrícola, Estaba muy cansado y al meter una pila dentro de la nave, la bandeja maestra que llevaba ruedas se trabó con la pella de hormigón de la propia rampa de acceso de la nave. Mis fuerzas ya débiles del esfuerzo y  a la once y media,  sin cenar, no pudieron evitar la catástrofe, la pila volcó, y yo me quedé sin aliento, en un último intento de evitar lo ya inevitable.

De rodillas, cayendo el sudor por mi cara, las gafas empañadas, no sé si del propio sudor o de la hiperventilación de mi boca, intentaba rescatar aquellos pequeños peluches reventados, que les brotaban  sangre por el  piquito.

No tenía fuerzas de pedir ayuda a Jesús que estaba dentro de la nave. Cuando se percató de que el ritmo de la pila de entrada había descendido, vino a ver que pasaba, y allí estaba yo impotente luchando por rehacer la pila y  defendiéndome de una manada de  unos 20 gatos hambrientos que aparecieron de la nada.

Me chilló
-¡ Tío! ¿Qué haces con los pollos heridos en la mano?

Me los quitó de golpe y empezó a echarlos al aire, con lo que ya me quedé traumatizado del todo. Los pollitos no llegaban al suelo, los gatos asalvajados saltaban por todas las direcciones atrapándolos al vuelo, ¡era un espectáculo dantesco!.

Fue una decisión cruel pero acertada, así mantuvo a raya a los felinos y salvar a los pollitos sanos que quedaban en la pila.  
 
Posteriormente se hizo un calculo por encima del genocidio, se calculó una perdida de unos 200 pollitos. A la vuelta mi compañero se descojonaba de risa y le quitaba hierro diciendo que no me preocupara más del tema, que hasta que llegaran a ser pollos más de 15.000 morirían de enfermedades y que para el granjero había sido una minucia.

Pero Jesús no entendía lo que aquel viaje había significado para mí, la separación de mi familia, conducir aquel 12 metros, llevar el volante desde  lo alto del trailer, cómo nos adelantaban los coches tuneados de la juventud, los camiones  de los compañeros, y aquella granja sin nombre, de aquel pueblecito, que, ¡quíen sabe cómo se llama!, al norte de Utiel, donde dejé 200 peluches.

Hoy me sigo preguntando sí soy débil o inmaduro. Yo que hice el servicio militar en una batería de municionamiento, con 65 servicios de armas de 24 horas, que repelí junto con mi escuadra de artilleros un intento de robo de un comando itinerante de Eta, sucumbí al ver a mis pollitos devorados por aquellos gatos hambrientos.

Pero no me da vergüenza ser como soy, y odio los profundos tabú y los modernismos en exceso del presente. 

A mi hermana se le pasó el enfado, pero de vez en cuando me pide que le vuelva a contar lo de los pollitos.
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El Hotel, por Carmen Gómez Barceló.

Le había costado más trabajo de lo habitual atrapar a esta fierecilla. Su pelo rojo se enredaba cada vez más con el picaporte del furgón cuando él intentaba introducirla en la parte posterior del vehículo.

La niña no podía gritar. El doctor sabía que con una pelota de golf en su pequeña boca le sería imposible generar sonido alguno.
-Es perfecta para la 321- pensó.
Prosiguió su marcha por aquellos caminos perdidos entre la maleza de los bosques gallegos. La abundante vegetación  invadía constantemente el sendero que tenía que atravesar para llegar a su guarida: El Hotel.
Mientras llegaba a su destino miró detrás de su asiento y pudo ver los ojos de terror de aquella niña. Le pareció razonable esa reacción y continuó conduciendo con tranquilidad. Su preocupación se centraba en el vestido. Si, se preguntaba si le iba a quedar algo grande o no, ya que la anterior inquilina de la 321 era mayor que esta.
Transcurrieron varias horas hasta que llegaron al lugar. Una vez allí, abrió la puerta trasera y cogió a la niña del brazo. No tuvo en cuenta las patadas ni los arañazos que esta  le propinaba intentando desligarse de su  elegante pero firme mano y la arrastró hasta la puerta del antro.
El aspecto tétrico del edificio asustó aún más a la pequeña .Tenía la forma de una gran caja cuadrada de piedra grisácea y sucia cuyo único adorno era una hilera de ventanucos perfectamente alineados por toda la parte alta del caserón . Estaba tan mimetizado con el paisaje que difícilmente alguien que no conociera su existencia podría encontrarlo.
Entraron en la casona y…todo era diferente. Estaban todas las paredes pintadas de un blanco impecable, por lo que resaltaba aún más  los diferentes colores de las puertas. Estas estaban dispuestas en torno a un gran salón central . El rosa, el morado , el azul, el verde etc. le  conferían un aire de cuento de hadas. La niña que debía tener en torno a seis años más o menos estaba bastante confundida.
-¿Qué es esto? ¿Para qué me has traído aquí? Preguntó.
-Ponte esta caperuza roja y entra en esta habitación, la de la puerta roja. Es la tuya.
Cuando la niña entró en la estancia pudo observar una cama donde dormitaba una anciana o por lo menos era lo que parecía. Había también una mesa que servía de soporte a un cesto que contenía una botella de leche, algunas galletas  y  una  jarra con miel.
-¿Quién es esta señora?
-Es tu abuelita. ¿Recuerdas?
-No señor esta mujer no es mi abuela, déjeme salir. Quiero ir a casa. Mi mamá estará preocupada.
El hombre cerró la puerta sin mediar palabra y empezó a visitar una a una las demás habitaciones. Cada vez que abría una se oían lamentos y gemidos infantiles.
-Hola princesa Aurora, ya sabes que soy tu príncipe y que pronto vendré a verte. Hola Blancanieves, no  me enfades o tendré que darte la manzana envenenada y no me gustaría hacerlo. Hola Rapunzel, ya sé que duele que te tiren del pelo tan precioso que tienes, pero es que no te portas bien. Ayer me mordiste.
Así les hablaba a cada una de las niñas que él había capturado para poder disfrutar en vivo los cuentos que su madre le contaba con tanto cariño a su hermana pequeña, ignorándolo a él totalmente. Aún le dolía el alma por esto
De pronto, una mujer abrió la puerta de entrada bruscamente. ¿Dónde está mi hija? Gritó dirigiéndose  al hombre.
-Perdona buena mujer, pero aquí no está tu hija ni la de nadie. Aquí solo están mis princesas . Además ¿Cómo has encontrado mi hotel, El Hotel de Los cuentos de princesas?
Mi hija lleva una pulsera con GPS incorporado. La policía está ahí fuera. Me temo que tendrás que cerrar tu bonito hotel imbécil.
Las niñas fueron saliendo una a una del cautiverio al que habían sido sometidas.

A un lado de la casa se encontraba un lobo negro esperando su turno para entrar en escena. 
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Microrrelatos de Carmen Gómez Barceló.




Los ojos con los que me miras
Salí de la casa extrañada por la mirada compasiva de mi perra.
Salí de la consulta del doctor comprendiendo el porqué de esa mirada.

Su equipaje
¡Porque lo digo yo y punto!
Y se va llevándose consigo una patada en la puerta, un puñetazo en la mesa y un micropene.

Algo se va
Cuando lo supo se cortó el pelo. Después se miró al espejo y se preguntó ¿Dónde estás?
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