Relatos a Concurso: Renacimiento, por Carlos J. Fernández



Desde el amplio ventanal de la oficina en la que yo trabajaba, situada en el altillo, podía
ver casi en su totalidad, la vasta extensión del almacén de muebles antiguos. Un lugar
débilmente iluminado en el que, se me antojaba; parecían haber sido alineados, los
restos de un naufragio depositados por la marea sobre la arena de la playa. Quizá fuese
el naufragio del tiempo. De familias de noble linaje que allá en sus mansiones, habían
vivido, sobre una cloaca, cuyo sumidero acabó por tragárselo todo:

Mesas de madera tallada, sillas tapizadas de cuero repujado, bargueños de cedro y
palosanto semejando casitas de muñecas, cómodas isabelinas, escritorios de persiana,
espejos alfonsinos de marco sobredorado, aparadores con patas rematadas de cabezas
leoninas y una multitud de viejos muebles de maderas valiosas. Hasta allá arriba llegaba
La densa exhalación que irradiaba su atmósfera.

Los operarios del almacén de exportación e importación de antigüedades, alineaban más
muebles viejos, recién llegados. Los imaginé en aquel instante, como paleontólogos
que, en el museo de historia natural, dispusieran metódicamente las vértebras de un
animal extinguido hace siglos.

- ¿Todavía aquí, Salvador? ¡Hombre de Dios!, le dije que hoy podía irse antes – era el
patrón quien me hablaba, Fatigado de ascender por los peldaños metálicos de la
escalera, entraba en aquel momento en la oficina. El señor Pascal tenía las cejas
pobladas y el pelo fuerte y ondulado, La piel del rostro tersa y la papada generosa. El
cuello cerrado de la camisa apenas podía contenerla-.
- Gracias Don Silverio, ya me iba, pero aún me entretuve echando un vistazo a la nueva
mercancía –dije, aparentando un celo por los detalles de mi trabajo que estaba lejos de
sentir-.
- Poca cosa- dijo Don Silverio Pascal, gesticulando con su mano ensortijada- Un lote
que nos llega de China, imitaciones más que otra cosa, abedul y haya… habrá que
teñirlos. ¡Este negocio se hunde Salvador! … ¡Pero váyase ya hombre! su vuelo sale
pronto, no empiece usted con prisas un viaje de placer. Y no se olvide de traerme los
catálogos que le pedí, ya sabe que Italia es todavía un paraíso para nosotros los
anticuarios.
-Claro Don Silverio, cuente con ello - el patrón, derrumbado sobre la silla giratoria, se
enjugaba el sudor de la frente estrecha con una de sus gruesas manos, proyectando
reflejos en la estancia con la piedra aguamarina de su anillo-.
-¡Cada vez más material de desecho, Salvador ya lo ve usted! – Me retuvo un momento

Don Silverio, sin dejar de agitar la aguamarina que afeminaba su mano regordeta- Pero
lo peor son los restauradores. Me gasto una fortuna en ellos, ¡esa canalla!… cuando yo
empecé en este negocio, era gente humilde, viejos artesanos sin más pretensiones, pero
ahora… estos muchachuelos universitarios…se creen artistas ¡y cobran como si lo
fueran! bien lo sabe usted que lleva las cuentas. Pero váyase ya Salvador, perderá usted
el vuelo, su mujer le estará esperando, déle un beso a Gloria de mi parte, es un ángel esa
chiquilla, ande, pásenlo bien y disfruten su viaje- se despidió el patrón.

El “ángel” en cuestión estaba ya esperándome de pie, junto al portal de casa, con las
maletas a sus pies. Su irritación por mi tardanza la había tenido ocupada largos minutos
ensayando estudiadas poses de impaciencia. Al verme llegar respiró a pleno pulmón y
levantó con su mano leve el mechón rubio que caía sobre su frente. Dispuesta a
reprenderme, se desanimó notablemente al apreciar mi sonrisa escéptica:
- ¡Lo creas o no llevo aquí esperando un buen rato! –dijo Gloria mientras dejaba escapar
ella también una breve sonrisa.
Sabía que era su previsión excesiva la que la hacía esperar; casi siempre
innecesariamente –Gloria rió abiertamente al abrazarme. Aún faltaban más de dos horas
para la salida de nuestro avión.

Aterrizamos en el aeropuerto de Pisa a mediodía. Aquella ciudad era el primer destino
de nuestro viaje. El autobús que tomamos al abandonar el aeropuerto nos dejó en el
centro. Al bajar observé que un sucio estrato de nubes bajas cubría el cielo. Gloria no
reparó en ello, siempre que viajaba se colmaba de una incredulidad hipnótica al estar al
fin en un lugar largamente anhelado.

Caminamos hacia la hostería, atentos, avanzando por una calle paralela al río. En esta
primera visión sobresalían los tonos ocres y rosados de las casas, las trattorias
coloristas, las murallas y las torres medievales con sus banderines tremolando al viento.
A lo lejos las praderas verdes contrastaban con los blancos mármoles de las plazas.
Lejos de la aparente quietud que encontré en el río tras una mirada de soslayo, pude
apreciar en él un extraño hervor cuando me detuve a observar con atención sus aguas.
Gloria dijo no ver nada.

Finalmente llegamos a la iglesia de Santa Caterina. En la calle de enfrente se encontraba
nuestro alojamiento; la hostería “torre inclinatta” cuyo nombre, obviamente, no parecía
el resultado de largas noches de insomnio.

En la recepción nos atendió enseguida una mujer de pelo blanco, alta y encorvada, que
se presentó como la señora Mazzetti, aunque condescendió, con una amplia sonrisa que
se iba degradando a medida que hablaba, a que la llamásemos “Signora Claudia”.
Gloria, sin embargo, a quien la señora Mazzetti le provocó antipatía de inmediato la
bautizó más tarde, entre nosotros, como la señora “torreinclinatta”. La signora, con la
sonrisa ya definitivamente extinguida nos indicó el camino hacia nuestra habitación.
Nos instalamos en la estancia, más bien estrecha. Desde el balcón me detuve un
momento a contemplar el tránsito de los viandantes: turistas alemanes en pantalón corto,
pese al frío de febrero, jubilados del norte de Europa, con grandes gafas oscuras para
protegerse de un sol inexistente, frailes de hábito grueso caminando en parejas. Por un
momento creí advertir en el ambiente el aroma familiar del almacén de antigüedades.
Cuando se lo comenté a Gloria me miró como si hubiera dicho una estupidez.

La señora “torreinclinatta” nos obsequió con un plano de la ciudad y tras acomodar el
equipaje salimos de inmediato. El cielo era ahora como un mar inverso que amenazaba
con inundarnos, oscuro todavía, pero veteado de olas, algodonosas, cada vez más bajo,
casi opresivo. El agua del río borboteaba, o así lo creí yo, pero nadie más parecía
advertirlo.

Nos detuvimos un rato en la plaza de los caballeros y Gloria se paró a comprar
souvenirs. Mientras tanto yo me dediqué a recopilar catálogos de las tiendas de
anticuario que pude encontrar por allí. Después sin mayor disimulo Gloria me cogió de
la mano y me arrastró camino de la “Plaza de los Milagros” Allí estaba la torre
campanario de la catedral, es decir la famosa torre inclinada de Pisa, que al fin y al cabo
era lo que ella había venido a ver.

Tenía algo aquella torre que urgía a contemplarla con vehemencia. Proyectaba su
sombra sobre la plaza del Duomo. Todo en ella era grandioso para el espectador. Las
dimensiones de aquello que la rodeaban, parecieron minúsculas durante unos instantes.
Algunos turistas la fotografiaban divertidos y asombrados; como quien aplaude en el
circo la habilidad de un oso que se mantiene erguido por unos instantes sobre sus patas
traseras, en un sorprendente equilibrio.

Gloria paladeaba el momento en un estado de éxtasis beatífico. La zarandeé para
sacarla de su arrobo.

- Ya te dije que teníamos que venir aquí, ¿qué te parece? –me preguntó ella sin apartar
la mirada de la torre.
Una tarta de ocho pisos –dije yo, molesto por la solemnidad del momento.

De vuelta a la hostería cenamos en compañía de un húngaro que también se hospedaba
allí. Era un hombre enigmático, de unos sesenta años Y gesto elegante. Se presentó
como Istvan Tibor. El señor Tibor tenía los ojos azules y burlones y una expresión
afable y confiada. La mirada era la de quien lo ha visto todo ya en la vida y de poco
tiene que asustarse. Tibor vio los catálogos de anticuario que yo había dejado sobre la
mesa. Pidió permiso para hojearlos un momento. Sus comentarios demostraron una gran
erudición sobre el tema:

-¿Es usted anticuario Señor Tibor? - Le pregunté sorprendido-
- Por favor, llámeme Istvan. Durante muchos años coleccioné antigüedades. Las apilaba
en el sótano de la vieja mansión que heredé de mi familia- El señor Tibor se mesaba la
barba entrecana al hablar-.
- ¿Llegó a tener una gran colección entonces? – pregunté intuyendo una apetecible
historia detrás de todo aquello-.
- Así es, una gran colección, pasaba horas en el sótano haciendo recuento…
paseándome entre aquellos trastos, deteniéndome a observarlos durante horas. Algo
insano créame. Acabé por enfermar- las arrugas de su frente se atenuaban tras cada frase
y sus ojos se hacían más burlones.
Imaginé al Señor Istvan, en su vieja mansión de Hungría, sólo, en el sótano de
antigüedades, abismado y enloqueciendo en una atmósfera enajenada; a la sombra de
sus nobles antepasados.
- ¿Y qué hizo finalmente Istvan?
- Pues, por suerte, me salvé a tiempo, un día organicé una enorme pira con todo
aquello, prendí en llamas el sótano y el fuego acabó por devastar la mansión entera.
Nada más hacerlo recobré la salud y las ganas de vivir – Gloria lo miraba perpleja-
- ¿Y a qué se dedica ahora? - Preguntó ella-
- Me dedico a escalar montañas en Asia, también paso largas temporadas en las selvas
del Perú.- la conversación y los modales amabilísimos de aquel húngaro me tenían
fascinado.
-¿Y qué ha encontrado usted en esa forma de vida si me permite la pregunta? Le
interrogué, seguro de que su respuesta no me decepcionaría.
- En las selvas del Perú habitan las últimas tribus que aún no han tomado contacto con
la civilización. Intento observarlas a una cierta distancia. Son fascinantes. Hombres y
mujeres de cabello largo y rasgos asiáticos. No poseen nada que no puedan cargar con
sus propias manos. En cuanto a la montaña, me gusta subir a sus cumbres, ¿acaso hay
mejor lugar desde donde contemplar el mundo?
- ¿No le resulta peligroso?, no es usted ya un muchacho, si me lo permite –me atreví a
sugerir.
- Mejor así, deseo que la muerte me encuentre en la montaña. Sería fascinante morir en
la cumbre de un pico nevado, congelado, lentamente, enterrado por la nieve ¿no le
parece a usted? –las blancas cejas de Tibor, sobre los ojos sonrientes, proyectaban un
ángulo y casi se unían en su vértice superior.
Gloria, alerta siempre ante quienes emanan seducción, le inquirió con ironía:
- Pues aquí, está usted bien lejos de las selvas del Perú y de las cordilleras asiáticas
Señor Tibor.
- Tiene usted razón –rieron de nuevo los ojos azules- Si estoy en Pisa es porque…soñé
hace unos días que iba a ocurrir aquí algo…inesperado y revelador.
- ¡Se fía usted de los sueños! –exclamó Gloria escandalizada , pero con una sonrisa de
circunstancias.
- Lo hago sí, fue un sueño el que me reveló que debía quemar mi viejo sótano y me fue
muy bien desde entonces –dijo Tibor con una franca sonrisa.

La señora Mazzetti, entró en tropel en el comedor. Sus movimientos eran confusos y
agitados mientras recogía las otras mesas ya vacías de huéspedes. La charla se
interrumpió. Gloria y yo interpretamos que se nos invitaba a abandonar la sala, pues era
tarde y en realidad hacía tiempo que habíamos terminado la cena.

Sin embargo el húngaro aún se quedó a tomar un té. Nos despedimos cordialmente.
Cuando doblamos hacia el corredor me quedé un momento parado al pie de la escalera.
Gloria subía ya con urgencia. Pude oír como el húngaro y la Signora hablaban a media
voz, me acerqué intrigado al umbral del comedor, sin dejarme ver:

- Señor Tibor- reconocí la voz aguda de la patrona- estoy muy asustada, se ha levantado
una extraña niebla en la ciudad y esta tarde, los pájaros no cantaron en la plaza como es
su costumbre. sino que caían raudos y en silencio para remontar el vuelo a pocos metros
del suelo.
-No se asuste Claudia- le dijo el Señor Tibor en un tono extrañamente confidencialusted
ha visto muchas cosas, como yo, y sabe que sólo si muere la memoria del hombre,
puede surgir un hombre nuevo –y ante semejantes explicaciones parecía encontrar
consuelo la dama italiana. Gloria me llamó, extrañada por mi tardanza en subir, y tuve
que marchar escaleras arriba para no ser descubierto en mi indiscreción.

Estábamos agotados y nos echamos a dormir de inmediato. Gloria se durmió al instante,
pero yo a pesar del cansancio no podía conciliar el sueño. Las palabras de Istvan Tibor
habían agudizado extrañas sensaciones que intentaba hilvanar desde antes de salir de
viaje. No podía dejar de visualizar lo que había oído durante la cena: el viejo sótano
ardiendo, las tribus no contactadas, las montañas nevadas, el augurio de los pájaros, el
tono confidencial entre el húngaro y la señora Mazzetti. Todo ello se unía ahora a mis
propias percepciones

No conseguí dormirme sino a altas horas de la madrugada. Poco después me despertó el
balanceo de la cama que parecía acunar una mano invisible. Después en un instante que
se eternizó, sonó el desplome de un coloso, una avalancha de columnas y peldaños en
caída libre: un alud de 14.700 toneladas de piedra. La caída de la torre inclinada.
Gloria gritaba, la tomé de la muñeca y saltamos de la cama, instintivamente corrí
escaleras abajo. En la calle restallaba el eco de la debacle. El murmullo creciente se
había convertido en un griterío desatado. Corrí de la mano de Gloria hacia la plaza de
los Milagros, apenas 300 metros. Aún había poca gente por las calles, la mayoría corría
en sentido contrario al nuestro. Finalmente llegamos a la plaza del Duomo. Gloria
lloraba espantada, sin comprender nada. El polvo iba cayendo lentamente como un telón
traslúcido, los primeros rayos de luz al alba nos dejaron contemplar la escena. Las
sirenas sonaban cada vez más cercanas. Entre el público ya congregado allí pude ver
sobre algunas cabezas los ojos sonrientes de nuestro amigo húngaro. Monjes
franciscanos de rodillas con el rostro paralizado en un gesto de terror ancestral. La
señora Mazzetti con una enigmática expresión de alivio. La torre yacía sobre la plaza
como el esqueleto de un barco escorado sobre la arena de una playa. Sus blancas
secciones parecían dispuestas metódicamente: como las vértebras de un animal
extinguido hace siglos.

1 comentarios:

carmen gomez dijo...

Enhorabuena Carlos. Es un buén relato. Has ido contando diferentes historias hasta llegar a un final sorprendente. Siempre que he entrado por curiosidad a una tienda de antigüedades me he tenido que salir a toda prisa por la sensación de falta de aire. Huele a muerte. La parte que más me ha gustado de tu relato es la primera vez que el protagonista observa un borboteo anormal en el rio. Esto me ha motivado a seguir leyendo. Podria haber ganado el concurso perfectamente.

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