Mi madre era una persona
especial. Recuerdo las tardes soleadas, cuando nos sentábamos en el porche, en
aquella mecedora que chirriaba un poco.
Me cogía en brazos y me sentaba en sus rodillas. Mientras que me acariciaba
el pelo, me susurraba al oído.
-¿Hoy de qué?-
Yo aprovechaba ese momento para aspirar con
intensidad su olor, un olor tenue a flores, a suavidad. Ese aroma
perduraba en mi pelo hasta la noche, y me quedaba dormida, creyendo que era a
mi madre a quien abrazaba, y no a la almohada.
-¡Mamá!- y me
ponía a mirar a mi alrededor a buscar algún detalle que ayudara a mi madre a
inventarse el cuento de esa tarde- Miré
al cielo y le contesté –De un pájaro que vuela,
muy alto – y al mismo tiempo le
señalaba el cielo con mi dedito de 6 años.
Ella se
concentraba durante unos segundos e improvisaba la narración. Ese ritual lo
teníamos desde que me alcanzaba la memoria. A veces eran unos cuentos tontos,
pero esos momentos, a
solas con mi madre, los esperaba día a día.
Me contó su
último relato:
“Erase una vez
un pajarito que vivía en su
nido. La mamá le enseñaba a
comer, a volar. , Sin embargo tenía miedo de la altura. La mamá insistía una y
otra vez. Con el pico le obligaba a que se acercara al filo del nido y le
incitaba a que echara a volar – En ese momento mi madre me empujaba con cariño
hacia delante, como si fuéramos las protagonistas del cuento y me susurraba,
-¡Polluela!, No tengas miedo a volar, no tengas miedo a vivir- Yo me reía
felizmente, pensando que era un juego. Mi madre proseguía - Un día la mamá no regresó. El pájaro aprendió a volar. Al principio no se
alejaba del nido, pero pronto llegó a ser gran
experto volando”
- Es muy triste
mami, ¿Porqué la madre se tuvo que marchar?, ¿A qué tenia miedo el pajarito?,
¿Por qué no volvió la mamá? ¿Porqué..,?
-¡Para! ¡Para!-
Me acariciaba el pelo a la vez que lo
besaba. Mi ingenua inocencia me impedía percatarme del mensaje que me estaba
transmitiendo- Es sólo un cuento, y lo bueno que tienen los cuentos es que los
puedes cambiar.
- ¡Vale! –Le
respondí, pero mi cabecita volvía al cuento- ¿Y porqué tenían que volar tan
alto?- Y me movía hacia delante y hacia tras para que la mecedora se balanceara
también.
-Porque, las
águilas vuelan ¡muy! ¡Muy alto!, Como tú
lo harás un día- Me contestó cubriéndome con sus manos, las mías.
-¡Mamá! Yo
cuando sea mayor quiero ser un águila- Le decía a mi madre con determinación y
extendía mis bracitos planeando como si
fuera un ave – Mi madre reposó su cabeza en la mía y así nos quedamos durante
mucho, mucho tiempo. Yo disfrutando del momento, y ella, ella.., ¡Ella era todo mi mundo!
Los
acontecimientos posteriores hicieron que aquel relato repercutiese en mi vida
de una manera trascendental. Un cáncer agresivo la arrancó de mi vida al cabo
de un mes. Mi cabecita infantil no podía entender aquel abandono. Los días
siguientes los pasé llorando agarrada a
mi almohada, buscando inútilmente su olor. Extendieron sábanas en los muebles,
cerraron puertas y ventanas. Sellaron la casa,
sellaron mi corazón.
Me enviaron a
vivir con una hermana de mi madre. Nunca le di problemas, era una niña
obediente, callada y triste. Llegué a quererla, aunque nunca se lo demostré
y cuando cumplí dieciocho años volví a
quedarme sola.
Mi carácter
taciturno y distante se volvió aún más
frío, más seco. Crecí encerrada en mi mundo, sin sobresalir en nada. Era como
si quisiera que la Vida no se percatara de mi existencia, como si quisiera ser
invisible cuando la Muerte se acercaba a cobrar su tributo.
Me levantaba por
las mañanas y me dirigía hacía mi tienda. Entre los libros me sentía segura.
Allí acudían personas tan reservadas como yo. Compartíamos en nuestro aislamiento la poca sociabilidad que nos
quedaba.
Pero no puedes
engañar a la Vida, ni burlar a la Muerte, y una noche regresando a mi casa un
conductor ebrio me arrolló en mitad de la calle. Me envolvió el silencio, me
envolvió la soledad, la intensa oscuridad del salón de la Muerte. Miraba a mi
alrededor con una confusión absoluta e intentaba orientarme en aquel completo
desconcierto.
Poco a poco, una
luz opaca se fue esclareciendo a mi alrededor y entonces ¡la vi!, Aquella
figura traslúcida me sonreía con extremada serenidad. Era mi madre que en su
silencio me suplicaba que no la acompañara. Que volviera..,
Escuché a lo
lejos unos pitidos, monótonos y constantes. Con dificultad conseguí
identificarlos, procedían de una máquina
de hospital. Después de dos meses estaba
saliendo del coma.
Mi aturdimiento
inicial, se convirtió en una desorientación de todo lo que me rodeaba, de todo
lo que pensaba, de todo lo que sentía.
Comenzó mi
convalecencia: los ejercicios dolorosos de mi rehabilitación, las clases de
lectura, de escritura. Aprender a andar, a hablar, a fin de cuentas volver a
aprender a vivir. Quizás el dolor que sentí durante mi recuperación, las
limitaciones físicas y mentales a las que estuve sometida, el dolor ajeno de los demás enfermos, o la
fuerza con que se enfrentaban a sus dolencias me hicieron reflexionar sobre mi
vida antes del accidente - de mi muerte en vida- sin valorar lo hermoso que era sentirse vivo.
¡Lo hermoso que es vivir!
Se tarda tiempo
en cambiar, se necesita muchas fuerzas, ¡No! Para volver a vivir sino para vivir de diferenta
manera, con diferente perspectiva, con diferentes expectativas. Pero al final
¡Lo conseguí!
Hoy sentada en
la mecedora donde hace años compartía esos momentos tan entrañables con mi madre, hago recuento de mi vida.
Me he recuperado
totalmente de mi accidente, y reconozco
que por fin he hecho las paces con la Vida, que es tan caprichosa como desconcertante, con la Muerte que con
su libre albedrío, esconde una
incomprensible justicia. Ambas van unidas porque una no existiría sin la otra.
Ambas me dieron una oportunidad: una me
soltó cuando me guiaba a su mundo, la otra me rescató para devolverme al suyo.
Les he perdonado por fin. Y ellas a mí.
Me balanceo
abrazando a una niña inexistente, cierro los ojos y respiro la fragancia de la primavera, las
flores, la hierba, el olor del viento. Y al abrir los ojos veo en el cielo un
ave volando, como aquél del último cuento que se inventó mi madre.
Sonrío al
decirle a su recuerdo – ¡Mamá! por fin
aprendí a volar en la vida, y vuelo muy, muy alto.
1 comentarios:
Sin duda lo tuyo es la poesía Matilde. Es un preciosidad de relato. Y no te lo digo por quedar bién. Eso nunca me ha interesado.
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