El Ave Fénix, por Carmen Gómez Barceló.

Allá va Ana, con la sonrisa puesta, el porte altanero, la frente alta, conduciendo con firmeza la silla errante que ocupa Juan, su hijo.

Este la controla continuamente con la mirada y reclama su atención con insistencia.

-Mama, tengo sed.
-Mamá cámbiame de posición.
-Mamá, estoy cansado.
-Mamá, cuéntame cosas de cuando eras pequeña.

Ella, con gesto siempre amable, le atiende mientras agotan los últimos metros que les separan del colegio.
Una vez que ha vuelto a la soledad de su casa, se desviste de arrogancia y se torna en realidad. La negrura ocupa su espacio.

-La vida me ha estafado- Esta frase era su estandarte.

De pronto recordaba su niñez. Ella vivía con su madre y con su abuelo al que cuidaba, ya que ésta, su progenitora, trabajaba fuera de casa. Ana tenía asignado el deber de cocinar para él. No sabía nada de cocina pero eso no suponía problema alguno, ya que con algunas patatas y cebollas de las que campaban por la despensa, preparaba un guiso en un santiamén. Y su abuelo no se quejaba, que era lo que importaba.

Vivía en un pueblecito de la costa, lo que le permitía hacer lo que más le gustaba, que era bañarse en la playa.  Una vez allí se quitaba la ropa. No podía permitir mojarla ya que no tenía otra.

Sabía nadar y movía las piernas con tanta fuerza como le era posible para deshacerse del agua del mar que  le impedía avanzar. Sus delgados brazos peleaban contra las olas. Ojalá no tuviera que volver…Pensaba.
Ya exhausta salía  del agua, se secaba la humedad del cuerpo y se vestía.

En su casa estaba su abuelo. Su madre no había llegado aún. Era una mujer fría e independiente. Era así hasta tal punto, que su marido no había podido soportarla y se marchó nadie sabía donde.

Esta fue la primera vez en la que ella era consciente del desengaño que le producía su vida. Se encontraba con apenas ocho años, haciendo cosas que no le correspondían, su madre nunca estaba en casa y su padre, al que recordaba vagamente, se encontraba en paradero desconocido.

Quizás a causa de esta niñez mal parida, había desarrollado una torpeza emocional que la hacía equivocarse continuamente a la hora de tomar decisiones.

Era la hora de recoger a Juan del colegio. Ciertamente la vida la había estafado. El último fraude tuvo lugar cuando le comunicaron la trascendencia del legado genético que ella había depositado en su hijo sin saberlo.
Una vez más, la suerte, el destino, el universo entero le habían vuelto a descomponer su existencia. Y una vez más, también, en toda ella se produjo la metamorfosis. Retorciéndose como si estuviera regresando al estado fetal- probablemente, el único momento en el que estuvo en paz- se envolvió sobre sí de tal forma que su cuerpo se hizo un bloque. Así dejó de dolerle el alma. Por un espacio de tiempo, no sabía cuánto, no sentía nada. Habitaba la nada…Quizás la felicidad estaba en la nada.

Sentía la espesura de su cuerpo, su condensación, su masa. Era como un gran agujero negro que se alimentaba de la amargura de su existencia.

Pero llegaba a un punto en el que su mente, inexplicablemente, explosionaba como una supernova. Se iba desenroscando. Empujaba con fuerza el caparazón invisible que la rodeaba hasta que majestuosamente se ponía en pié.

Quemaba lentamente la desgracia hasta que la convertía en cenizas que quedaban esparcidas por el suelo. Se ataviaba con las alas de la fuerza y otra vez se reconstruía en eso, en el mito, el Ave Fénix que renace de sus cenizas para volar hacia la ciudad del sol.

Llegó al colegio sonriente. Recogió a Juan como cada día y le dio un beso.

-¿Cómo te ha ido el día cariño?
-Bien mamá ¿y a ti?
-Estupendo, como siempre.  

¿Dónde está la loseta? por Matilde López de Garayo.

El fin de semana pasado Matilde asistió a un curso de Orientación en la montaña.

 Se impartía en Júzcar un pequeño pueblecito del Valle del Genal en Cádiz. Conocido este año más por su contribución a la industria cinematográfica, (Pitufos 3D), que por su ubicación en tan bello paraje.

Llegó tres cuartos de hora tarde, se había perdido dos veces, a la altura de Algodonales y en Ronda.

Su tendencia a perderse era natural, siempre optaba por irse  al sentido contrario de su destino , y sabiendo ese defecto, cuando necesitaba tomar una dirección  ya  no sabía si su primera  decisión era la correcta o inconscientemente la había rectificado y por tanto sus dudas le hacían  volverse a equivocar. 

Una vez dentro del aula estudió instantáneamente su alrededor. La habitación era una pequeña sala  amueblada con unas estanterías llenas de folletos, dos mesas alargadas en medio, (cubiertas de mapas de varias escalas, brújulas y GPS), una pantalla de proyección  y algunas cajas de cartón con publicidad..

Todos los participantes se encontraban  allí. Menos mal que el ordenador, o más bien el Internet, no se conectaba, debido a las condiciones atmosféricas. Otra vez la tecnología le había ayudado.- ¡¡Bien!!- pensó -  El curso no habían empezado.

-Me llamo Joaquín- se presentó  el  monitor - soy  técnico en senderos, y socio de una empresa de turismo activo de Ronda.

Matilde miraba el  logotipo de la sociedad, un  reptil típico de la zona,  y  se encontraba en todas partes, en la camiseta del guía, en los apuntes, en la pantalla. Acabó familiarizándose con el pequeño saurio, como si realmente perteneciera al su entorno estudiantil.

Observaba al profesor,  rondaría la treintena,  rubillo, fuerte como su trabajo lo requería y simpaticón, como lo requerían los alumnos  para que el curso no fuera tan árido.

¡Por fin! Volvió la red.  - Lo  primero, familiarizarnos con la terminología:- empezó Joaquín: y Matilde escribía la definición de paralelos, meridianos, escalas,  grados, minutos segundos, ¡El NORTE!.., bueno, los nortes porque hay tres: el real, el cartográfico y el magnético

Y la coordenada,  ¿QUÉ ERA UNA COORDENADA GEOGRÁFICA?, Y Joaquín leía de la pantalla: “es un sistema de referencia que utiliza las dos coordenadas angulares, latitud (Norte y Sur) y longitud (Este y Oeste) y sirve para determinar los ángulos laterales de la superficie terrestre (o en general de un círculo o un esferoide)”.

Se paraba unos instantes para ver si le prestaban atención y proseguía- La primera aproximación para situarnos, es un cuadrado  grande, después ese cuadrado se divide en otros más pequeños y así sucesivamente. -Y sobre un mapa achatado y cuadriculado del mundo, iba trazando los polígonos.

Entonces Matilde empezó  a extrapolar  sus pensamientos: lo que él decía, sobre la orientación, la ruta a trazar , hacia su vida. Se  imaginó  ubicada en un sitio, en un momento determinado, en unas condiciones particulares..,

Volvió a la realidad - ¿Vamos a calcular las coordenadas de Juzcar ¿- Estaba diciendo Joaquín

-        36º, 37´ y 5º, 10´  -  contestó uno de mis compañeros.

-        ¡No!, ¡no! – y en ese momento se cuadró en una loseta y exclamó – Las coordenadas son de un punto, ¿dónde están los segundos?, Y ¿los puntos cardinales?. Es como esta LOSETA, es un punto en concreto- y señalaba, mirando para abajo el cuadradito donde se encontraba - la misma coordenada para el mismo punto, ¡siempre!. Es esencial no perder, la primera referencia -¿dónde estamos?-, Y la última -¿a dónde queremos llegar?-, Y así poder trazar un rumbo. 

Y ella  desplegaba su  atención ora en el curso, ora  en los recuerdos. Su vocación frustrada - la Geología - sus oportunidades de rutas y aventuras sesgadas por unos padres demasiados protectores y  ahora en su  madurez ,  su búsqueda de  cursos  sobre temas, que en otro tiempo soñaba que podía haber sido su modo de vida.

Joaquín sobre la pantalla o aproximándose a los alumnos les enseñaba a  trazar un rumbo sobre el mapa, una vez orientado al norte, ¡siempre al NORTE!.

Su  rumbo, volvió a pensar, pero  ¿qué rumbo? Con tantos nortes en la vida

-¡ Matilde!-  Me  dijo el profesor en ese momento- ¿te has perdido?, Ya sabes cuales son  las coordenadas de Júzcar.

Y ella  respondí- Si, las coordenadas de Juzcar son:  36º, 37´,30,24´´;  Norte, y 5º, 10´ 14.93´´ Oeste.

 Y se concentró en su  vida presente y en todos los senderos que le habían dirigido adonde actual se encontraba. Le  había tocado un relieve con excesivos accidentes, un terreno demasiado escarpado.

¿Dónde estaba su actual loseta?- se preguntaba -, ¿Cómo trazaría su próximo rumbo, para llegar a un destino mejor?  

Esta niña no crece, por Caura Marín.


Sara, es una persona de cincuenta y tantos años.  Está muy preocupada por su futuro laboral.  Le costó mucho esfuerzo conseguir un trabajo de mediodía para seguir estudiando, cosa que no sucedió, ya que Sara se puso muy enferma a los seis meses de tener el trabajo.  Ella creía que había conseguido el empleo de sus sueños.  Ya tenía un buen sueldo, vestía mejor y empezó a tener más consideración por parte de sus amistades.

¡Has conseguido lo que querías Sara! Le decía Ana, una de las personas que habían contribuido a que ella consiguiera lo que se proponía, porque le hacia todas las fotocopias del mundo sin cobrarle  para que ella realizara en todas partes las solicitudes necesarias.

Sara que tenía un contrato en la oficina donde trabaja Ana se había quedado sin trabajo, por sumarse  a una huelga innecesaria. De todo aquello le quedaron tres meses que pagó el comité de empresa para cobrar la prestación por desempleo y su amistad de más de treinta años con Myriam, que es más amiga que cualquiera y a la que le cuenta tantas cosas como a su terapeuta.

Con Myriam quedaba de vez en cuando, sobre todo cuando estaba enferma, ella la escuchaba pacientemente y le daba muchos consejos, que a Sara le servían de poco, ya que ésta es muy rebelde y cabezota.

Actualmente Myriam está prejubilada porque tiene que atender a su madre que está muy enferma. Myriam nunca llama a Sara, pero ésta la llama continuamente, porque siempre la atiende y como tiene mucha experiencia hablan de todo: - De libros, de películas, de política, de la vida en sí… La primera siempre le ayuda a quitarle “esos pajaritos negros” que revolotean por la cabeza de la segunda y ésta siempre queda muy satisfecha de la conversación que mantienen.

La última vez que hablaron, Sara estaba hecha añicos por lo que va a pasar con su situación económica dado los nuevos cambios políticos  producidos en el país de “nunca jamás”. Y  Myriam le dijo: “Esta niña nunca crece”, qué infantil eres, eres una privilegiada, siempre has tenido mucha suerte en ese campo.  A lo que Sara le respondió a Myriam: ¡Es verdad esta niña nunca crece!
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La rosa roja del emperador, por Carlos J. Fernández.

Marco Tulio Agripa entró en el palacio, dispuesto a implorar por la libertad de su joven esposa. Esforzándose por marcar el paso firme caminó, tras el centurión de la guardia, que le conducía a los jardines privados del Emperador. Mientras atravesó la última galería, los bustos de los pasados Emperadores de Roma, parecieron mirarle ceñudos con la pupila hueca de sus ojos de piedra. Dos guardias, apostados a la entrada del jardín botánico, le franquearon el paso y Marco Tulio cerró los puños. Recogió su túnica con fuerza, para que nadie notara que las manos le temblaban. A pocos metros de llegar ante la presencia del César, el aroma balsámico del aire perfumado apaciguó su ánimo sombrío.
El Emperador, se hallaba frente a un arbusto de rosas de Alejandría, y las miraba ensimismado, mientras, con las manos a la espalda sostenía unas grandes tijeras de podar. Al advertir la llegada de Agripa, le saludó levemente con un gesto de la mano sin dejar de mirar hacia el rosal:
- Me gustan las rosas de Alejandría –dijo el Emperador-  sus pétalos son fuertes. Hay otras, tan delicadas, que no puedo acariciarlas sin que se deshagan en mis manos.
-Pero creo que a ti no te interesa mi colección de rosas, a no ser que tú esposa Flavia represente para ti lo mismo que una flor amada.
-Marco Tulio inclinó la cabeza cuando el emperador se giró para mirarle de frente. En su joven vida muy pocos hombres habían conseguido inspirarle temor. Este Emperador; que amaba a las flores y despreciaba a su pueblo, era uno de ellos.
 -César –dijo Marco arrodillándose ante el emperador- Os suplico que dejéis en libertad a mi esposa, el pueblo de Roma clama por su inocencia. Espera de vuestra magnanimidad ese indulto, por mi parte sólo puedo imploraros misericordia.
 -Mi buen Agripa –dijo César mientras le tomaba el brazo para que se pusiese en pie –comprendo tu pesar, pero tu esposa dio refugio a un traidor. Eso está penado con la muerte. Da gracias porque, si aún no he hecho que cercenen su cabeza, ha sido en consideración a tu prestigio como héroe de los juegos de Roma; Y porque no todo está perdido para ella si me traes algo que deseo.
 El brillo volvió a los ojos del joven Agripa que, juró al Emperador, que daría su vida si fuese necesario, para traer al César cualquier cosa que este le pidiese.
 El emperador invitó a Marco Tulio a caminar junto a él: -observa la magnificencia de mis jardines –dijo lleno de orgullo-  aquí he reunido las flores más hermosas del mundo conocido. Allí donde fueron a batallar mis legiones, envié con ellas, maestros botánicos que se ocuparon de buscar las especies más raras y preciosas para mi jardín; yo las he clasificado según su procedencia; aquí hay rosas de Babilonia, narcisos de Samaria, nardos de Judea, orquídeas de la Galia; las flores más bellas y extrañas con las que otros floricultores como yo sólo pudieron soñar. Claro que ellos no tuvieron mi poder.
Creía tenerlo todo, hasta que hace poco escuché en audiencia a Claudio Lépido: el legado, cuya legión, fue diezmada por la caballería nubia, en el desierto de Sudán. Claudio estuvo cautivo en un lugar que llaman el oasis de Nyala. Antes de escapar de allí, pudo ver cómo los nubios cultivan una rosa que reverencian como si fuese sagrada. Dicen que tiene propiedades mágicas, que nunca pierde si se la riega en la manera conveniente, cada cien años. Y para más curiosidad resulta que, al parecer, los nubios la llaman la rosa del Emperador. Tráeme esa rosa y tu esposa quedará libre.
Marco Tulio partió de inmediato, pertrechado apenas para tan largo y peligroso viaje. Atravesó regiones bárbaras, tuvo que luchar contra los hombres y monstruos que, albergan en su seno, selvas y montañas. Abrasado por la sed, atravesó desiertos y fantasmales ciudades de piedras milenarias. Bebió agua oscura, en pozos que no eran más que míseros agujeros en la arena ondulante. Cuando llegó al oasis de Nyala, los beduinos nubios le capturaron, pero pronto le dejaron libre pues su aspecto era el de una criatura andrajosa, a la que el sol habría hecho sin duda perder el juicio; un bárbaro medio muerto que no podía representar un peligro para ellos.
Marco Tulio descubrió el vergel donde se plantaban aquellas rosas del emperador y, camuflado en la noche, se aprestó a robarlas. Un hombre santo, que custodiaba el jardín, le descubrió y a punto estuvo de dar la alarma pero, ante las súplicas de aquel ser ya casi animal, se apiadó y quiso oír su historia. Intuyó entonces el sacerdote que aquel hombre exhausto, era un enviado del destino, y tras contarle el secreto de la rosa le dejó huir con ella.
Cuando Marco tulio retornó a Roma era ya otra persona. Su aspecto parecía el de un hombre mucho mayor, pese a que sólo habían transcurrido unos meses. Los peligros y miserias que había arrostrado en su periplo, habían tallado en su rostro exangüe un rictus de ausencia. Sin embargo, a medida que caminaba hacia el palacio del Emperador, el último rescoldo de fuego aún vivo que anidaba en su corazón, iba cobrando calor y vida.
El Emperador le recibió como siempre en su jardín. La avidez y la codicia por poseer al fin la rosa mágica, desbordaba su ánimo y arrancó de las manos de Agripa el cofre donde traía la flor. Al verla por fin, su felicidad se colmó y estallando de puro entusiasmo, dijo a Marco Tulio que podía pedirle todo aquello que deseara, pues él se lo concedería al instante.
Marco Tulio, cuya grave serenidad contrastaba con la inseguridad juvenil que sintió ante su última visita al emperador, le habló y dijo:
-Ya sabéis César lo que quiero, sólo lo que me prometisteis: la libertad de mi esposa.
- ¡Cuánto lo siento!- dijo el emperador fingiendo pesar- vuestra esposa era una flor muy bella, pero también muy delicada, su salud no pudo soportar las asperezas de la vida en prisión. Murió sin que pudiera hacerse nada. Pero olvídala. Si me dices el secreto del poder de esta rosa, te daré cien mujeres; las más bellas y virtuosas del imperio, pondré Roma entera a tus pies, y compartirás su gloria conmigo.
Marco Tulio apenas pareció conmoverse y con voz firme y serena dijo:
-Señor, como dijisteis, la flor que os traigo es una rosa mágica que da, a quien llegue a merecerla, la vida eterna. Lo único que hace falta para que sus propiedades pervivan es rociarla cada cien años con la sangre de un emperador. Y al terminar de decir tales palabras hundió, de un fuerte golpe, las afiladas tijeras de podar en el pecho del emperador, de cuya herida mortal brotó un cálido torrente de sangre viscosa. Marco Tulio, tuvo tiempo aún de contemplar los últimos estertores del César, cuya vida se apagaba. Lo último que vieron sus ojos espantados, antes de cerrarse para siempre, fue la rosa blanca de los nubios, que Marco arrojó al charco de su sangre imperial. La flor era ahora roja, teñida en la sangre de un emperador que no la merecía. Pero esa sangre Real,  reavivaría por otros cien años la esencia sagrada del poder de la rosa mágica.

¿Blancas o negras? por Carmen Gómez Barceló.



-¿Blancas o negras? Preguntaba él.

-Negras, siempre negras, respondía yo.

-¿Miedo? Me recriminaba.

- Ya ves hijo, prefiero ser cabeza de ratón que cola de león.

-Ya entiendo mamá, es más fácil ir detrás del líder. En el campo empresarial tú serías el asalariado y yo el empresario; Yo tendría dinero, prestigio, poder… Sería élite.

-Quizás, pero yo, dormiría tranquila, no estaría pensando continuamente en los problemas del trabajo y además me ahorraría bastante dinero en gastos de psiquiatra.

Esta escena era habitual en casa casi todos los días a partir de las ocho de la tarde. A esta hora aproximadamente mi hijo Iván llegaba de la facultad y yo disponía de un rato libre. Nos preparábamos para jugar la partida de ajedrez. Una vez sentados, tranquilos, empezábamos nuestro juego.

-¿Preparada para perder, mamá? Preguntaba Iván esbozando una amplia sonrisa.

-No te hagas ilusiones, le respondía yo.

El casi siempre comenzaba sacando el peón que precedía a la reina y lo adelantaba dos pasos.

-Iván, me parece que eres demasiado clásico. Yo saco mi caballo. Empiezo fuerte. Voy a por todas.

Así, entre jugadas maestras por su parte y jugadas totalmente a la defensiva por la mía, se nos pasaba el tiempo.

Los pequeños de la casa, cansados de trastear se acercaban a la mesa donde nos sentábamos y nos preguntaban una y otra vez que cuando terminaríamos, insistían en que tenían hambre y querían cenar. Nosotros, con la mirada fija en el tablero, permanecíamos mudos.

-Mamá, es increíble. Cuando juegas al ajedrez no existes. Te evades del mundo y de nosotros, decía el mediano. Y sobre todo te olvidas de que tenemos que cenar, apostillaba el pequeño.

Yo los oía, pero no los escuchaba.

Así estábamos una hora o dos hasta que alguno de los dos gritaba: ¡ Jaque Mate!

Seguidamente guardábamos sin demora las fichas en una caja de madera y cada uno proseguía con su tarea.

Una tarde, sin esperarlo, Iván se dirigió a mí…

-Ah mamá, que el més que  viene me voy.

- ¿Cómo? ¿Qué te vas? ¿A dónde?

-Por favor, no es una tragedia. Ha llegado el momento, quiero irme, tengo que irme.

-¿Porqué? Insisto.

-Porque quiero vivir mi vida. Con lo que gano en el bar puedo pagarme un alquiler y además continuar con mis estudios.

-¿No quieres estar más en casa, hijo?

-No es eso, es que esto se me queda pequeño. Me axfisio, quiero vivir sólo, lo necesito.

Ha pasado un mes, dos, tres… Y no había vuelto a jugar al ajedrez.

Me disponía a preparar el café cuando se me ha ido la mirada al recibidor de la entrada y veo un paquete envuelto en papel sepia. Me acerco y leo una nota: Para mamá de Iván.

Abro el paquete y es un disco para el pc. Meto el disco en el ordenador y aparece en la pantalla un iluminado tablero de cuadros blancos y negros. Pulso la tecla de empezar y oigo una voz que sale del aparato: ¿Blancas o negras?... 

-Negras, siempre negras. Y dirijo el ratón hacia la palabra negras.

En el mar, por Marichón Castillo.

Eran las ocho de la mañana. Estaba descalza. Sentada sobre una de las pequeñas barcas que descansaban en la arena.

O bien viene y se acerca, o bien se va y se aleja. Estas eran las frases que recordaba estar pronunciando cuando un anciano, flaco y larguirucho se aproximó a ella.

-Buenos días joven

 -Buenos días Señor

 -Las olas del mar es lo que tienen, cuando llevas un rato observando, ya no sabes si vienen o van.
 -¿Entiende usted de olas? Dijo la chica

  -Algo sé. Pero de lo que yo verdaderamente entiendo es de peces.

El anciano estuvo relatando durante buen rato sus peripecias en la mar. La cantidad de capturas que había conseguido el verano anterior. Se quejaba de la mala suerte que le acompañaba este año. Ya llevaba ochenta y cuatro días sin coger un pez.

La  invitó a pasar el día en su barca. Le dijo que quizás este seria su día de suerte. El destino quiso que la encontrara sentada allí y eso le parecía un buen presagio. Le ayudó a  volcar su barca y acercarla a la orilla de la playa. La chica se subió en ella y el anciano hizo un último esfuerzo hasta colocarla de manera que las olas le ayudasen a emprender su viaje.

Poco tiempo después se adentraron en la mar disfrutando de la firme brisa que les acompañaba. Medio día había pasado sin divisar ni un solo ejemplar que capturar ese día.

   - Bueno joven, se dirigió el anciano a la chica. Creo  que los buenos augurios que tenía para contigo no han sido tan buenos. Así que regresaremos. Te dejaré en el mismo punto donde te encontré y lo volveré a intentar mañana.

Cuando cambiaron el rumbo encontraron de frente un banco de peces como jamás se había visto por aquellos lares. Se acercaron con decisión pero con cautela y con una pequeña red  empezaron a coger peces y peces y más peces. Parecía que los peces se metían voluntariamente en la red del anciano y este no se podía creer lo que le estaba pasando. A la chica solo se le ocurrió decir.

- Es algo digno de ser contado.

Una historia de constancia y supervivencia de un viejo y el mar.
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En la cueva de La Pileta, por Matilde López de Garayo.


La Cueva de la Pileta se declaró monumento nacional en el 1924.

Se encuentra a 670 metros de altitud, en la vertiente del Cancho de las Mesas en Benaoján, provincia de Málaga.

Aparqué el coche en una explanada ideada para tal fin, a mitad de camino entre la carretera y la Cueva.  Me acompañaba mi incondicional amigo Miguel  y mi hijo Alex de tres años.

Estábamos solos cuando empezamos a subir por un camino-escalera de piedra. Los escalones eran demasiado altos para un crío de la edad de mi hijo, y por lo tanto nos adelantaron más de uno, y más de dos.

Al llegar a la entrada nos encontramos que debíamos esperar al siguiente turno. La gruta tiene un régimen de visitas controladas, para que no exista una afluencia masiva de visitantes. La concentración excesiva de gente  puede afectar la conservación de las pinturas rupestres.

Mientras esperábamos, mi amigo se dedicó a subir por las piedras que rodeaban la cueva, llevándose a mi hijo de compañero de escalada.

-¡Miguel!, Deja de hacer la cabra y baja con el niño. - Le chillaba yo desde abajo.

-Tranquila Tere, está todo controlado y Alex se lo está pasado bomba – me contestaba mientras ayudaba a mi hijo a subir por una piedra casi tan grande como el crio.

Cuando el niño se hubo cansado de escalar, bajaron y  siguieron, correteando uno  tras el otro.

Por fin, empezó a salir el grupo anterior por la pequeña oquedad, y a entrar nosotros por riguroso orden de llegada.

-Buenas tardes, me llamo Jesús y les voy a enseñar la cueva. Antes de comenzar la visita..,- Se quedó unos segundos en silencio, al tiempo,  que se daba la vuelta y cogía del suelo unos candiles de aceite-  Avisarles, que  está prohibida toda la luz artificial, con lo cual – Y empezó a encender las lámparas- Yo llevaré la primera, abriendo el grupo. ¡Usted! Señora - y señaló a una mujer que llevaba chanclas y un atuendo   muy llamativo – Llevará la segunda, y siempre en medio del grupo, ¿eh? Y ¡caballero!, el del niño, le toca  ésta – y señaló la última-   Usted cerrará el grupo – entregando de una manera ceremonial el candil a  Miguel.- ¡En marcha!

Y sin más dilación comenzamos la visita.

 -La cueva fue descubierta por José Bullón Lobato en el 1905. -  Nos explicaba el guía.

-Sería “scout “- le susurré a Miguel. Nosotros habíamos sido monitores en un  grupo scout, y yo precisamente llevaba a los pequeñajos, los de siete a diez años: mis lobatos.

-El movimiento juvenil empezó a usar ese nombre en el 1907, y el tal José ya era mayorcito.., – Me contestó él.

-Tu siempre tan informado, de todas formas, no tienes sentido del humor.- Le repliqué- ¡Soso!

El guía seguía su discurso: que cuando habían descubierto el orificio, actual entrada; que cuantas celebridades  habían  visitado la gruta; que cuantas subvenciones habían conseguido, y con tanto bla-bla, bla-bla, Alex empezó a aburrirse.

Miguel cogió al pequeño y se lo puso en hombros endosándome a mi, la lámpara y la cola del grupo.

Estaba admirando una pintura, en negro, de un pez, que reconocí gracias a una foto que había en mi libro de historia de 3º de B.U.P. cuando empecé a notar que algo nos seguía.

Me puse a la par de mi amigo, le tiré de la manga  y le susurré:

-Miguel, algo nos sigue.

-Nadie se ha quedado atrás, y han cerrado la puerta de la cueva- contestó él. 

-No estoy hablando de personas, es más pequeño, y jadea..

-Dicen que nuestros antepasados eran mucho más bajos que nosotros.- Me contestó con mofa.

-No me asustes, que voy la última. – Yo inspeccionaba mi alrededor y la oscuridad que nos envolvía.

-Si quieres al niño, cojo yo el candil.

-No, ya sabes como tengo la espalda, pero llevo razón. ¡Alguien nos sigue!

-¡Si!, ¡Tú y tu imaginación!, ¿Por qué no te haces escritora de novelas de miedo?

-¡No tiene gracia!- y me volvía levantando el candil para ver si había algo, o alguien. Me agarré a su chaqueta..

-¡Miedica!, ¿Te sientes más segura deformándome el chaquetón? 

Seguimos el recorrido de la cueva y llegamos a una sala donde entre otras pinturas, había una serie de rayas verticales, cruzadas por una horizontal, el guiá decía que podía ser uno de los primeros calendarios de la humanidad.

 Entones algo con pelo y baboso me rozó las piernas. Di un respingo, y secándome la pantorrilla de un manotazo susurré a Miguel: -Ahora me han tocada las piernas.

-¡Estás histérica!, Teresa, quieres calmarte- Y no había acabado de decir esto, cuando la señora de las chanclas pegó un chillido que contagió a más de una.

El aplique de aceite lo llevaba ahora un hombre, que con los nervios, lo zarandeaba de un lado a otro, desfigurando nuestras  sombras en la pared y  provocando un ambiente fantasmagórico. Tres mujeres salieron corriendo, dándose de bruces contra una estalactita y cayéndose al suelo una tras otra.

Encima de ellas un gran perro les lamía la cara, los brazos, los pies, pisoteándolas cuando pasaba  de un cuerpo a otro, moviendo mucho  la cola  de  pura alegría.

Jesús empezó a gritar.- No se alarmen, es Lobato

Yo exclamé-, ¡vaya! con el nombre, ¡qué propio! – intentado no echarme a reir presa del nerviosismo.

Y el guía siguió hablando acercándose al revoltijo de piernas , brazos, patas y rabo- Es un perro abandonado que, de vez en cuando se cuela en la cueva, ¡no sé por dónde!, ¡Señoras! Es manso. No se alteren.- Y empezaron a ayudar a las caídas..

Cuando nos calmamos del extravagante suceso salimos de la cueva. No si antes escuchar las protestas de casi todo el grupo, después de varias amenazas de denuncia e intentos de apalear al perro en la semioscuridad,. Por la forma de reaccionar del canino este parecía que se tomaba el revuelo como un juego, ya que iba y venía, de la oscuridad a la luz, dando pequeños saltos.

A la salida, Miguel, el niño y yo, como quien no quiere la cosa, nos fuimos escabullendo poco a poco hasta que nos escapamos disimuladamente.

Yo murmuraba lo suficientemente alto para que Miguel me escuchara -¡Estas histérica!, ¡Tere, estas histérica!. ¡Hazte escritora!- Burlándome de mi  amigo.

-Como sigas así te devuelvo a tu hijo, que por cierto está dormido y pesa un montón.-Me callé, pero como iba detrás de él, no me cortaba haciéndole burlas y  gestos. Esta vez si llegamos los primeros a la explanada.

Cuando nos hubimos acomodado en el coche nos miramos con una incipiente sonrisa que se convirtió en una carcajada conjunta.

Ya más serena exclamé- Esto lo cuento, ¡vaya! que si lo cuento.

Y Miguel, con ironía me contestó. -¡Seguro!, No me cabe la menor duda.

Arranque el motor del coche y nos pusimos en marcha.  
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La entrevista de trabajo, por Carlos J. Fernández.


Yo tenía 18 años  por aquel entonces. El país, bajo una dictadura militar, vivía una grave crisis económica. Hacía dos años que había terminado el bachillerato y la situación en casa era difícil. No encontré trabajo aunque llamé a muchas puertas. Entonces mi madre me animó para que fuese a ver a Don Ignacio Colomer, el gran empresario y hombre de negocios. Don Ignacio había hecho la guerra con mi padre y éste, en una ocasión, le había salvado la vida. Mi madre me lo contó poco después de la muerte de mi padre. Ella  dijo que el señor Colomer no se negaría a dar trabajo al hijo del hombre que le salvó la vida.
 Mi madre, que era una buena costurera, había arreglado un viejo traje de mi padre, para que yo pudiera ir presentable a la cita con Don Ignacio. El señor Colomer había accedido a recibirme en persona. Cuando entré en su despacho le noté ocupado y me planté ante él sin atreverme a decir nada. Levantó la mirada de los papeles que tenía sobre su mesa y fijó sus ojos en mí:
- ¿pero quién es usted y que hace aquí joven? –dijo Don Ignacio, pues era evidente que hasta entonces no había advertido mi presencia.
 - su secretaria me dijo que podía pasar señor Colomer soy Andrés Oriol.
- Ah, claro, el señor Oriol, recibí una carta de su madre. De modo que es usted hijo de  Don Antonio Oriol, el hombre que me salvó la vida en la guerra ¿Qué tal sigue su padre?
- Murió hace dos años señor.
-lo lamento, envíe mis condolencias a su señora madre. Y dígame señor Oriol ¿qué puedo hacer por usted?
 -Pues…verá señor desde que murió mi padre la situación en casa es difícil, vivimos de una pensión muy modesta que le quedó a mi madre y apenas nos llega para sobrevivir, el caso es que había pensado que usted quizá podría darme un empleo en alguna de sus empresas, estoy dispuesto a aceptar cualquier cosa que usted me ofrezca.
 El señor Colomer cruzó sus manos sobre el vientre y se reclinó en el sillón observándome con los ojos entornados antes de contestar:
-Entiendo…Señor Oriol, si me permite me gustaría hacerle a usted una pregunta. ¿Sabe porqué su padre no me pidió nunca nada a pesar de que me salvó de morir desangrado en una oscura trinchera durante la guerra?
 -pues supongo que nunca tuvo necesidad de pedirle a usted nada.
 -No señor, yo soy un hombre muy rico y todo el que me conoce me pide cosas, todo el mundo tiene necesidades y cree que yo estoy en la obligación de satisfacerlas. Sólo porque he prosperado en la vida con mi esfuerzo y mi trabajo.
Su padre, sin embargo, era un hombre íntegro y por eso nunca me pidió nada a cambio de haberme salvado la vida, porque, ese, señor Oriol, fue un acto desinteresado, él no lo hizo pensando que en el futuro podría tener una compensación. Su padre no ayudaba a los demás para que contrajesen con él una deuda moral, porque su padre era un hombre íntegro.
Don Ignacio no me había invitado a sentarme y yo seguía allí de pie:
 -Discúlpeme señor Colomer, fue mi madre la que sugirió la idea de que viniese a verle, en nombre del buen recuerdo que guardará usted sin duda hacia mi padre.
 -Y es natural que su madre tuviese semejante idea, pero lo increíble es que usted se haya dejado llevar por ella. Las mujeres son terriblemente prácticas y muy poco íntegras; para ellas no existe el sentido del honor y de los actos heroicos desinteresados. Las mujeres señor Oriol no entienden conceptos tan elevados como el heroísmo, la generosidad desinteresada, la camaradería, el compañerismo. Estas cosas suceden entre los hombres en ciertas situaciones difíciles que reclaman unidad y se otorgan sin esperar ninguna contrapartida.
 -lo siento señor Colomer, no era mi intención molestarle, es sólo que no es fácil encontrar trabajo en esta crisis bajo la que vivimos y no me gusta quedarme en casa sin hacer nada. Y como mi padre le salvó a usted…
 -Ya está bien señor Oriol. Su padre no me salvó, fue el destino. Yo no debía morir aquel día de ninguna manera y su padre no fue más que una herramienta de la que el destino se sirvió, así que a quien le he estado siempre agradecido es a mi propio destino y no a su señor padre, sépalo usted de una vez.
 -Lo siento señor… yo sólo quería un trabajo, mi madre pensó en escribirle a usted, pero no era mi propósito reclamar una deuda moral…sólo a mi  padre hubiera correspondido  hacerlo y, ni siquiera a él, pues como usted dice sólo fue una herramienta del destino y el destino, claro está, no va a presentarse aquí a pedirle a usted trabajo… perdóneme señor, creo que no fue una buena idea venir aquí.
 -Está bien joven, me ha conmovido usted, al final ha conseguido usted que yo me conmueva y por ello voy a ofrecerle una ocupación. Pero no porque sea usted hijo de Don Antonio Oriol ni porque yo le deba nada a usted ni a la memoria de su padre. Pero me ha causado impresión su deseo de trabajar y de sentirse un hombre útil.
 -Gracias señor Colomer, un millón de gracias, le prometo que no le decepcionaré.
 -Eso espero porque la selección de nuestro personal sigue un proceso muy riguroso, que yo me voy a saltar, de manera excepcional, para favorecerle a usted. Trabajará usted en uno de nuestros hornos de fundición. Un trabajo muy duro y sin sueldo. No cobrará usted ninguna retribución material pero, en cambio, se enriquecerá enormemente adquiriendo valores morales como el sacrificio, la dignidad del trabajo, el orgullo de sentirse por fin útil, la camaradería, el compañerismo. Si trabaja duro y deja de lado el interés personal y el egoísmo, podrá usted convertirse en un hombre, un hombre tan íntegro como lo fue su padre.

Salí del despacho y del edificio y empecé a correr hacia casa para contarle a mamá todo aquello de la integridad, el heroísmo y los actos desinteresados, propios de la forma de ser masculina, que acaso ella no pudiera entender según el razonamiento del Señor Colomer. Y también para decirle que había aceptado un puesto de trabajo por el que no recibiría ni un céntimo como pago pero, eso sí, podría adquirir una magnífica instrucción en valores morales que me transformarían en un hombre íntegro.
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David, la oficina y la playa, por Rosario Jaenes.

Tengo cuarenta y cuatro años, estudié filología clásica, pero no trabajo en ello. Lo hago en una oficina de la Administración del Estado, concretamente en el departamento de informática ¡esto es una jungla¡.  Soy “filólogo-informático”, como me dice Lara. Ella es una persona que le han concedido una pensión y me llama algunas veces desde su casa para que le resuelva dudas informáticas, otras veces sólo para charlar. Somos antiguos compañeros y ella me distrae algunos ratos del tedio que me produce trabajar aquí.

En el departamento somos todos hombres: contratados, funcionarios y personal externo, que es como llaman a los que realizan su trabajo pertencientes a una empresa privada. Tenemos un coordinador que es contratado, aunque sabe más informática que los que hemos accedido por oposición, tiene más don de mando y es el que más cervezas se toma con nuestro superior, el jefe de Servicio. Bueno, dejémoslo de lado.

Estoy casado, tengo un niño, Pablo, que es  una delicia aunque muy travieso. Yo no me tengo que encargar de él.  Eso lo hace mi mujer, que también es pensionista y no trabaja.  A mí me viene muy bien porque además de no gustarme nada las tareas de la casa soy vegetariano y mi mujer, Angélica, que se ha vuelto medio vegetariana; me prepara unas comidas muy ricas.

Volviendo de nuevo a la oficina, nunca me niego a las peticiones que el personal de otros departamentos me pide que le resuelva. Voy directamente a su sitio o a las atiendo por teléfono. La gente dice que soy “un pedazo de pan”.  Lara me llama un día sí y otro no.  Me dice: ¿David me llamas?, dónde al fijo o al móvil, yo la llamo desde el que sea.  Charlamos de muchas cosas menos de política a mi solamente me interesa el “Mundo Natural”.  Milito en  Greenpeace, me parece que nos estamos cargando el planeta, aunque yo tengo coche y de vez en cuando me fumo un cigarrillo.

No me gusta el verano, me pongo pegajoso, tengo que llevar al niño a la piscina y lo peor de todo es que a mi mujer se le antoje irnos unos días a la playa. –Este año no nos vamos a la casa de tus padres, Angélica. -Bueno podemos ir a Canarias, a Lanzarote donde vive tu hermana Sandra. Es un paraíso y podemos ver la casa de César Manrique que todo el mundo la ha visto menos nosotros. -Bueno iremos, dije con resignación.  A mí no me gusta salir de casa, allí lo tengo todo, mi música, mi ordenador, y los libros que son mi pasión.  A Lara también le gusta mucho leer.  Me dijo el otro día que estaba leyendo “La Playa” de Cesare Pavese y suspiró: -Esa es la playa que me gusta a mí, ya que en la de verdad hay arena, sombrillas, “chiringuitos…

Cada día mi misantropía va en aumento. 
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La tragedia de Carlota, por Matilde López de Garayo.


Carlota, era sordo-muda de nacimiento, y este hecho contribuyó en parte a la desgracia de aquel día.

Ella y su madre, Maria, paseaban tranquilamente por la playa, recogiendo piedrecitas para un mural. Estaban decorando las tapias del jardín con motivos marítimos.

El día, aunque caluroso, estaba  desapacible, Soplaba en pequeñas ráfagas, un  viento  que hacía agitarse con violencia las sombrillas y levantaba a su vez remolinos de fina  arena, que chocaban contra la piel.

Las dos mujeres disfrutaban juntas de esos paseos por la playa, la incapacidad de la joven no había sido inconveniente para desarrollar una relación de confianza y complicidad entre ambas.

- ¡Carlota!,- Dijo la madre enseñándole la cesta donde habían depositados las piedras, a la vez que le miraba la cara,  para que la hija pudiera leer sus labios - Creo que deberíamos cogerlas un poco más grandes, sino, nos vamos a eternizar colocándolas en la pared.

La hija contestó con el lenguaje de signos, aunque parecía que por  su mímica, un poco exaltada le estaba  pidiendo algo. Una y otra vez le repetía los mismos gestos,  su madre la miraba con fingida seriedad. hasta que sonrió.

-Hace demasiado viento, y venimos solas, no debes bañarte..,,- le dijo María, cogiéndole cariñosamente la barbilla – y siguió caminando y  metiendo piedras un poco más grandes.- No te retrases niña, ¡venga!.

Ésta sin embargo, atraída por las olas, se acercó a la orilla y metió sus pies en el mar, cerraba los ojos, y alzaba los brazos como volando, chapoteaba con los pies, sonreía y  se inclinaba para mojar las manos y llenarlas de arena. Poco a poco se fue metiendo en el  mar, empezó a nadar olvidándose de los consejos de su madre, y  sin darse cuenta,  la resaca le hizo alejarse  cada vez  más de la playa.

La madre siguió caminando, agachándose de vez en cuando, hasta que se percató que Carlota no le llamaba con el silbato, costumbre que habían adquirido para comunicarse, desde que Carlota era niña. Al volver la vista, gritó horrorizada,  la chica, alzaba las manos con desesperación en su intento de pedir ayuda.

María se tiró al agua y empezó a nadar hacia la hija, sin embargo nunca había sido buena deportista y las olas le hacía revolcarse una y otra vez, tragando agua, a pesar de esto la necesidad de  ayudar a su hija, era mayor, que sus dificultades. Cuando estuvo a punto de  desmayarse notó  unos fuertes bazos que la arrastraban hacia la orilla.

La unidad de salvamento había llegado momentos antes. Empezaron el rescate, consiguieron atravesar la barrera de las olas a duras penas, pero no se podían acercar a  Carlota, por las rocas de la costa, las olas y el viento  Al cabo de  dos horas y media consiguieron rescatar su cuerpo, ya inerte.

Hoy hubiera sido el cincuenta aniversario de Carlota,  murió hace 37 años, cuando su cuerpo agotado por el cansancio y  el frío, se estrelló contra las rocas cercanas al faro de Torrox.

Maria como todos los años regresa a su pueblo, hace tiempo que vendió la casa que tantas alegrías le había producido junto a su hija, visita su tumba y vuelve a recordar aquel espantoso día.

Antes de irse acaricia lentamente un pequeño mural  que adorna la lápida, esta hecho de piedrecitas cogidas hace muchos, muchos, en esa misma paya. El mural representa a una mujer mirando al mar.
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