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La calle de los hijos del mar, por Carmen Gómez Barceló.

Había llegado el día en el que Pepa recogía las notas.

Para ella era una fecha importante. Esperaba con entusiasmo ver la cara de su padre cuando le mostrara aquella cartulina blanca repleta de números mágicos.

Eran mágicos, porque tenían poderes.

No todos los que la conocían eran conscientes de la importancia de esos números. Pero su padre sí, y así se lo hacía saber.

Esos  dígitos le otorgaban el poder de cruzar el puente. El puente digo, que no el pasadizo. El pasadizo hubiera sido un camino hostil y farragoso, pero el puente... El puente le permitiría respirar la frescura de la mañana. Dejar de sofocar el calor de Sevilla en verano. Esa calor que se convertía  en sopor a las cuatro de la tarde y la paralizaba. No la dejaba despegarse del suelo. A esa hora en el verano se Sevilla no se existía. Su cuerpo  se convertía en un peso muerto que solo encontraba alivio en contacto con las baldosas fresca del suelo de su casa. Intentar moverse a esa hora requería voluntad de roca.

La leyenda inscrita en la cartulina blanca la liberaría se ese martirio sevillano y la  llevaría hasta Cádiz, a la calle de los niños del mar, al otro lado del  puente.

La andadura empezaba en la estación del tren. Esta era la parte la más odiosa para ella. El viaje duraba más de cuatro horas. Sentada el aquél vagón de madera, Pepa apenas podía contener las ganas de vomitar que le producía el olor a gasolina. Le revolvía su pequeño estómago zarandeado por el traqueteo del viejo tren. Pero no importaba. Todo eso valía la pena  por volver otro año más a aquél  lugar.

Por fin el tren llegó a la estación de Cádiz. No podía ser verdad. De nuevo se encontraba allí. Después de intentar abrirse paso entre la gente, deprisa ,para respirar lo menos posible el humo gris mezclado con sudor que envolvía el ambiente, Pepa y su bolsa, llegaron hasta la gran puerta de palillería que flanqueaba la salida del lugar.

Allí estaba su abuelo, un hombre de baja estatura, tímido, siempre con su boina negra que le tapaba la enorme cantidad de pelo negro, grueso y rizado que conservaba  aún, a pesar de su edad.

-Hombre Pepa…Ya estás aquí.
-Abuelo, abuelito…Vamos, vamos.

Atravesaron de la mano la carretera empedrada que separaba la estación, del barrio Santa María. Empezaron a subir la Cuesta del  Rosario, y una vez arriba pudieron ver a la izquierda el convento de Santo Domingo, y a la derecha la botica. La botica, que desde que ella recordaba, siempre había  estado  allí. Quizás, la botica le había dada nombre a su calle, Calle de la Botica. Cualquiera sabía…
Llegaron por fin a la entrada de la calle. Ese era un momento mágico. Esas sensaciones sólo las vivía Pepa  una vez, cada año, cuando pisaba el viejo pavimento  milenario. El empedrado de la vía, totalmente irregular, dificultaba bastante el caminar de la niña. Los piés se le doblaban continuamente, más esto no impedía que sus ojos se mantuvieran abiertos de par en par. No quería perderse nada de lo que allí había.

Todas las casas eran antiguas casas de vecinos. Estaban constituidas por un zaguán que daba paso al patio central. El patio, enlosado, tenía un aljibe con un cubo para sacar el agua y una pila. Aunque separados por un muro, se encontraban también allí, el retrete comunitario, un cuarto con varios puntos de lumbre para cocinar y los lavaderos que servían tanto para lavar la ropa como para el baño de los niños.

Las habitaciones, sin agua, rodeaban el patio tanto en la planga baja como  en la alta. Allí se accedía por una avejentada escalera.

La primera casa a la izquierda estaba ocupada por “ La Purri “. La Purri, tenía cinco hijos, uno por cada regreso de su marido de la mar.

Más adelante vivía María La Carreja. La Carreja tenía un hijo, Joselete. Este era uno de los motivos  por los que  a Pepa le brincaba el corazón-normalmente tranquilo-cuando pisaba la calle. Él, como casi todos los niños de la calle, se dedicaban a trabajar en el mar de una forma o de otra.

En frente de esta casa vivía “el Antonio”. El Antonio también era un niño del mar. Todos los años, cuando venía Pepa, se esmeraba en agasajarla con regalos que él acuñaba para ella, durante el año. Unas veces eran bolas de cristal que los marineros usaban como flotadores para sus redes, otras eran conchas agujereadas  a las que les enganchaba una cuerda a modo de colgante. Incluso una vez le regaló un centollo.

Pero Pepa no tenía ojos para otro que no fuera Joselete.  Joselete se había ganado el corazón de Pepa con los ojos. Si, sus ojos ,verde agua, era lo único que ella veía en él. Bueno, también su sonrisa. Pero más sus ojos. Él no tenía que hacer nada más que mirarla para hacerla feliz.

Después de ver las casas de María la Carreja y del Antonio, llegaba el momento más esperado, el de ver a su abuela Carmen. Su abuela era la mujer más importante de su vida después de su madre.
Ver a su abuela, abrazar su delgado cuerpo, darle muchos besos en su huesuda pero suave mejilla, era como alcanzar el zigurat de las emociones. No necesitaba más.

Sabía lo que vendría después: Las salidas por la mañana para hacer la compra en el mercado, pasear por la plaza de las flores, ir al muelle a llevarle a su abuelo el almuerzo…

Después, al llegar al cuarto que les servía de vivienda, descalzarse y sentarse en el escalón de mármol  gastado que separaba el patio de la calle. Aquél asiento era como su trono. Allí se sentía la princesa de la calle. Además no hacía calor, y eso era importante.

Así transcurrían los casi tres meses que duraban las vacaciones de verano. Entre el olor al arroz con habichuelas  mezclado con regaliz del puesto de Juana  y las visitas de los niños de la calle a la princesa de Sevilla, llegaba el momento de volver. Su abuela se ponía triste y ella también.

Cuando desandara el puente, lo peor de la calor ya habría pasado. La vuelta al colegio y a la soledad del recreo , volverían a iniciar el nuevo ciclo.

Los momentos vividos en la calle de los niños del mar que se encontraban guardados en algún rincón de su memoria, los iría dosificando durante el curso hasta que pudiera conseguir al final de este otra cartulina mágica.

2 comentarios:

CARLOS J. dijo...

Me gusta mucho porque puedes verlo todo, el relato te muestra muchas imágenes y se hace muy tangible, imaginas los objetos marineros, las calles, los viejos de piel arrugada, el viejo tren, los niños del mar, las casas antiguas, los olores, el pueblo de casas encaladas: la descripción es tan viva que se representa en tu cabeza como las escenas de una película.

marichón dijo...

me encanta. me recuerda mis vacaciones en el pueblo de mi madre. en el transcurso del relato parece que eres protagonista de lo que esta viviendo. conseguir que el lector( en este caso yo ) se emocione, es muy importante. tu has conseguido emocionarme. me encanta Carmen. es fantástico.

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