La casa de la fuente, por Matilde López de Garayo.


Dejamos atrás el pueblo, cuando el autobús se desvió por un camino de macadán, llegando a una gran explanada.

Limpié el vaho que se había formado en los cristales del coche con la manga del anorak y percibí através de ellos, la fina capa de escarcha que cubría nuestro alrededor. Ya sabía que el invierno en Estepa era bastante frío, pero en ese momento me percaté que iba a ser crudo, ¡muy crudo!.

Antes de bajar y por enésima vez, el jefe del campamento tomó el micro y repitió las instrucciones que íbamos a seguir en los cuatro días que duraría el Campamento de Navidad.

En principio unos responsables estudiaríamos el terreno de acampada, otros organizarían la distribución de los grupos de trabajo para descargar  del autobús, los utensilios de cocina, la comida, las mochilas, etcétera.

Pero nada más bajar del vehículo y una vez abierto el maletero  se produjo el  caos.

Cada niño o niña  intentaba agarrar su mochila. Corrían hacia la casa empujándose con total anarquía e ignorando las normas, que al parecer sólo habíamos escuchado los sufridos monitores.

Una vez llamados al orden, y colocados en fila como si estuvieran en el ejercito, los chavales esperaron a que se les diera permiso para moverse.

Pisoteaban el suelo y se calentaban las manos echándose el aliento para entrar en calor. Sus caras expresaban  con toda franqueza el frío que contenían sus cuerpecillos.

Me volví entonces, hacía lo que sería nuestro hogar  en los próximos días.

A mi derecha el agua brotaba con fuerza de dos caños de una fuente de piedra, y descendía por unas especies de piletas con desnivel progresivo. Observando el desgaste de la piedra, se podía adivinar lo antigua que era la construcción.

Por encima de la fuente, un  gran árbol mecía sus ramas, que rozaban parte del tejado de la casa.

Esta era de dos plantas. El exterior presentaba el deterioro típico del paso del tiempo y la falta de conservación. La desaparición de la cal en algunas partes permitía la vista de los viejos ladrillos de arcilla, y el musgo conquistaba la pared por aquellas zonas donde no llegaban los rayos del sol.

La puerta, y las ventanas también mostraban el mismo abandono, la madera presentaba huellas de carcoma  y  la pintura había dejado de existir hacía tiempo.

Uno de los responsables que ya había estado allí hacía dos semanas  abrió la puerta con una pesada llave de hiero. Comentó que la habían limpiado, y en efecto tuvo que ser así, pues cuando abrimos los postigos de la ventanas, el polvo suspendido en el aire parecía bailar a nuestro alrededor.

La humedad hbía hecho estragos en las paredes, igual que en el exterior.

Una gran chimenea ocupaba la parte izquierda de la planta de abajo. Dentro de  ella a ambos lados, dos bancos de piedra, serían los sitios más anhelados de todos nosotros.

En el otro extremo, la escalera ascendía hacia la planta alta, y detrás de un pequeño mostrador, donde instalamos la cocina se encontraba una pequeña alacena llena de leña.

Bajo nuestros pies crujieron los escalones cuando subimos arriba. La planta alta era solo una sala diáfana, vacía excepto por dos sillas de madera y varias espuertas de mimbre.

La casa estaba desnuda, silenciosa y fría y si el frío se podía oler, se olía y se sentía hasta lo más profundo.

Tuvimos que improvisar un servicio en el exterior, y reservar unos cubos de agua para el water. Por la noche iríamos cerrando el agujero con cal.

El agua estaba cortada con lo cual nuestra única forma de asearnos era  en la fuente.

Encendimos la chimenea, y calentamos agua para preparar el almuerzo.  

Poco a poco empezamos a colocar la comida detrás del mostrador, los utensilios de las actividades debajo de las escaleras y las mochilas excepto las de los responsables, en la parte de arriba.

Poco a poco la casa se fue llenando de cachivaches, de gritos de los niños y de calor humano. Durante cuatro días la casa fue un lugar de convivencia, Su suelo sintió el peso de nuestros cuerpos, sus paredes escucharon todo tipo de conversaciones: alegres, tristes,  confidenciales, enfrentamientos entre adultos, entre niños, risas. El aire se impregnó de diversos olores: corporales, tabaco, colonia, ajos cebolla...

Y las noches se llenaron de  roces de sacos de dormir, de destellos de linternas, de susurros, de respiraciones pausadas.

La casa existió durante esos día como un espectador invisible, brindándonos cobijo, a cambio de poder abrazar con sus paredes nuestras vivencias. Impregnar en sus poros nuestros recuerdos hasta que el paso del tiempo los fuera deshaciendo como la cal que caía al suelo, o como la se llevaba el viento.

Llegó el momento de  nuestra marcha, subí a la planta de arriba, coloqué las sillas y los serones en  mismo sitió donde estaban el primer día. Cerré los postigos, y escuché los crujidos de las escaleras por última vez.

La casa se  volvía a estar  vacía. Vacía excepto por las motas de polvo que pronto dejarían su danza para reposar en el suelo. Respiré pensando que quizás mañana olería otra vez  a frió y humedad. Cerré la puerta.  

1 comentarios:

carmen dijo...

Siempre he admirado a los monitores de este tipo de actividades. Hay que ser valiente para cuidar de un grupo de niños ya que son imprevisibles. Además sin agua en los grifos. El relato me parece realmente bien escrito. Felicidades.

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