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La cara oculta de la luna, por Carlos J. Fernández.



Nos encontramos a 380.000 kilómetros de la tierra. En un espacio de apenas seis metros cúbicos trabajamos dos hombres. Orbitamos la luna en este módulo de mando que no es, en ningún caso, un lugar acogedor. Esta no es una nave de recreo y un turista espacial, posiblemente, encontraría este lugar incómodo e inhabitable. Los cables de los más diversos colores están a la vista, y hay que tener cuidado para no enredarse con ellos. Yo diría que, en los paneles de mando, debe de haber unos quinientos interruptores; No te preocupes, me dijo Mark, el ingeniero jefe, “la mayoría no tendréis que utilizarnos nunca, la computadora lo hará por vosotros”. Pobre consuelo, teniendo en cuenta que tuvimos que memorizar para qué servía cada uno de ellos. La única nota alegre en este ambiente más bien áspero y monacal, la ponen las luces de los indicadores que, a veces, parpadean en velocísimas ráfagas, exhibiendo su complicado código de colores.
Scott y yo fuimos los elegidos para esta misión. Yo creí que Scott era buen amigo mío, pero, poco antes de despegar de la base, supe de algo que ahora me separa de él.
Cuando expliqué a mi hijo pequeño, con palabras sencillas, en qué consistía la misión, a él sólo se le ocurrió pedirme que, a mi vuelta, le dijera a qué huele el espacio. Yo ahora, no sabría decirlo. No podemos respirar en el espacio, ahí afuera no existe el aire. Pero sí es cierto que hay algunas partículas. Scott dice que el escudo de acoplamiento, que estuvo unos minutos expuesto al exterior huele a metal caliente: “Olor a soldadura”, se aventuró a afirmar mi compañero. Yo, no estoy tan seguro, el olfato nunca fue el mejor de mis sentidos. Jamás hubiera sospechado que Clarisse, mi esposa, me era infiel. Si lo descubrí fue por azar. Fue dos días antes de iniciarse la misión; celebrábamos en casa una fiesta de despedida. Todos los integrantes de la misión, junto con sus mujeres e hijos estaban allí. Desde hacía meses trabajábamos juntos, día y noche. Ahora éramos como una hermandad.  Nos divertíamos en el jardín, atizando las barbacoas y riendo, para sacudir los nervios y la tensión. Entonces entré un momento en el garaje y preparé el equipo de escucha láser. Lo había traído desde el departamento de investigación, en realidad lo saqué sin permiso. Quería sorprender a los chicos y hacerles una demostración de la potencia de alcance de ese equipo experimental. Escucharía sus conversaciones a distancia y luego me acercaría para, bromeando, hacerles ver que yo, como comandante de la misión sabía exactamente de lo que hablaban incluso cuando no estaba presente. Naturalmente ellos no sabían nada de aquello. Dirigí el micrófono parabólico hacia los diversos grupos que, diseminados por el jardín, charlaban alegremente. Lo hacían, como era de esperar, de las cuestiones técnicas de la misión. Algunos hacían bromas acerca de catástrofes espaciales, supongo que para conjurar el miedo que tenían. Podía oírles nítidamente, a decenas de metros de distancia. Entonces dirigí la antena hacia el estanque, junto a él, lejos del resto, charlaban en ese momento Clarisse y Scott. Me puso en alerta el tono íntimo que usaban, después oí como se decían palabras de amor. Ella dijo que cuando volviéramos de la misión me  pediría el divorcio.
El Mayor Lester, jefe de la evaluación psíquica, me dijo que mis tests eran casi perfectos. “maravilloso” dijo, “una mente matemática y científica, netamente racional” “muchacho, casi puedo ver tus neuronas, perfectamente cuadriculadas, como las casillas de un tablero de ajedrez”. Entonces esas palabras me llenaron de orgullo. Ahora pienso que Lester quiso ofenderme sutilmente, nunca le caí demasiado bien.
Cuando escuché aquellas palabras en boca de Clarisse, la antena láser del equipo de escucha cayó al suelo desde mis manos. Quedé conmocionado unos minutos, en la soledad del garaje. Después recompuse mi ánimo. La misión era ahora lo primero. Olvidaría aquello por completo hasta el regreso.
Ahora, en esta nave, gravitando en apenas seis metros cúbicos, a 400.000 kilómetros del resto de la humanidad,  mi única compañía en esta soledad cósmica es, precisamente, la del hombre que me engaña con mi esposa. Qué mente, por más científica que sea, puede dejar de pensar en ello.
El destino castigará a este hombre que ha roto nuestra hermandad. Mi padre creía en el destino, a diferencia mía, era un hombre muy pasional. Sé que en lo íntimo de su ser se sentía decepcionado por mí. A pesar de mis triunfos en la universidad, de mi éxito profesional, murió creyendo que yo era alguien distante, como un extraño. Quizá él tenía razón y será el destino quien castigue a Scott, este hombre al que traté como a un hermano y que ahora me ha traicionado de la forma más odiosa.
Cuando la nave comenzó a orbitar la cara oculta de la luna, saltó la alarma 1012 en el computador. Mal momento porque desde este lado de la luna, la comunicación con la tierra se interrumpe. Durante 48 minutos permanecemos incomunicados. Tendremos que resolver por nosotros mismos el problema. He consultado el manual para confirmar lo que ya sabía. Una fuga en el tanque de helio, es apenas perceptible, pero habrá que repararla. La fuga es en el exterior, así que alguien tendrá que colocarse el traje y salir. Lo hará Scott, él tiene asignadas estas tareas. Scott se comporta con la amabilidad de siempre. Nunca le hubiera creído capaz de tal hipocresía. Hace un momento cuando miraba la cara iluminada de nuestro satélite pensé que su frío tono gris, ese gris tan extraño, como polvo de cemento, irradiaba una atmósfera perturbadora, pero ahora su recuerdo se me antoja familiar y cálido, ante esta espantosa negrura del lado oculto.
Scott, tranquilamente, antes de entrar en el módulo de descompresión me mira y me sonríe “ahora vuelvo” me dice tranquilo y confiado. Ya en la plataforma de salida se enrosca en su traje el cable umbilical que lo mantendrá unido a la nave. Cuando sale al exterior lo observo a través de la escotilla. Pronto comprueba que el tanque de Helio está perfectamente. Ahí fuera, sujeto por el cable, se mueve como un bebé torpe e indefenso embutido en su traje. Como un feto nadando en el líquido amniótico. Yo mismo activé la alarma 1012 sin que Scott pudiera advertirlo. “Falsa alarma” me dice por el intercomunicador “aquí todo está bien, vuelvo a la nave”. Pero Scott ya nunca volverá a la nave. Así se lo digo, él ríe, cree que estoy bromeando. Desconecto mi intercomunicador, no quiero oír sus gritos de desesperación cuando comprenda que no es una broma. He ordenado a la computadora que suelte los anclajes del cable umbilical, el cepo de titanio se abre con un crujido metálico. Scott ahora agita brazos y piernas, cuando advierte aterrorizado que el cable se está soltando. Un convulso sacudir de sus extremidades, amortiguado por la ausencia de gravedad: como cuando en una pesadilla queremos huir a la carrera de un peligro mortal y nuestras piernas se mueven con ridícula lentitud. He querido escrutar el rostro de mi amigo a través de la ventanilla, pero el reflejo dorado de su escafandra lo oculta.
 Pronto su cuerpo se aleja de la nave. Ya apenas puedo verlo. Aún vivirá unas horas, rodeado de esta espantosa negrura, orbitando alrededor de un satélite muerto. Su cadáver se conservará intacto hasta que, pasadas unas semanas, la radiación acabe por destrozar su traje. Algunos podrían pensar que una misión de 20.000 millones de dólares se ha perdido por una cuestión de celos, pero, quizá, lo único que ha ocurrido es que el destino de Scott se ha encarnado en mí. También yo me dejaré morir aquí, no volveré a la tierra. Esta cápsula será mi sarcófago. Mi mente maravillosamente racional y matemática ha resultado ser un fraude. A lo mejor aún no estamos preparados para lanzarnos a la conquista de metas superiores. Una sola emoción desencadenada puede hacer añicos nuestro débil envoltorio de civilización, igual que la radiación del cosmos agujereará capa a capa el traje de cosmonauta del cuerpo de Scott.

3 comentarios:

marichón dijo...

uaaaaauuuuu!! me encanta tu relato.atrapa desde el principio. me gusta el final de ambos personajes. y sobretodo me gusta lo que le pide el hijo que haga. es lo mismo que le digo yo al mio cd vamos a cualquier sitio nuevo o cd llegamos a la playa, que se quede con los olores, eso es muy importante, sobretodo para los recuerdos.donde andan los editores que se estan perdiendo tu talentooo!!!!!!

CARLOS J. dijo...

Gracias Marichón,sí, la infancia está hecha de olores. la primera vez que percibes el olor de las cosas es normalmente en tu niñez y supongo que queda registrado para siempre.

carmen dijo...

El día en que los instintos primarios se vean enterrados por la mente lógica y racional, ese dia habrá muerto el hombre y comenzará otra cosa.Un relato extraordinario, como siempre. Felicidades.

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