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Gasolina quemada, por Carlos J. Fernández.

Aquella tarde de otoño, yo no tenía gran cosa que hacer. Los chicos se iban a las afueras con sus coches de rally y me animaron para que fuera con ellos. La verdad es que a mí, francamente, me parecía un poco incomprensible aquel deleite que, al parecer, les proporcionaban los coches y la velocidad. En realidad había perdido mucha de la complicidad que un día tuve con ellos. Pensé que aquella era una buena ocasión para mostrarles que tenía interés por saber de las cosas que ahora les motivaban.
Cuando llegamos al descampado ya había allí muchos coches. Por lo que pude ver habían convertido aquello en algo así como una especie de circuito, improvisado claro y, para mi sorpresa, había mucho público entre aficionados y curiosos como yo.
El ruido era atronador, claro que, lo que para mí no era más que ruido, era para los chicos, en cambio, música celestial. Todo allí era una orgía de alerones y llantas de aluminio, de motores trucados y volantes deportivos. La seguridad brillaba por su ausencia. Cuando, ingenuamente, pregunté por esta cuestión, los muchachos me miraron como si estuviera senil. Supongo que hablarles a aquellos chicos de seguridad era como pedirle moderación a la guerrilla talibán.
 La mayoría de los del grupo se adentró con sus coches en aquél laberinto de barro seco que ellos llamaban circuito. Yo me quedé con Raúl al que pronto interrogué sobre las razones por las que aquello les gustaba tanto:
 - No sé- Dijo Raúl pensativo- No creo que sea algo que tenga que ver con la razón. La velocidad y el riesgo es algo que nos gusta, simplemente, requiere de ti la máxima concentración, no puedes pensar en nada más.
 El ruido de los motores y de aquellos tubos de escape gigantescos iba en aumento:
- Supongo que para vosotros es algo emocionante, pero ¿esto de verdad puede vivirse con pasión? Dije, intentando elevar la voz sobre el ruido ensordecedor.
 -Es una diversión –me dijo Raúl mientras me miraba con cierta sorpresa-  no sé si va más allá, y además te recuerdo que hay profesionales de la competición, gente que hace de la velocidad su profesión. –el público aullaba lleno de excitación ante los derrapes de aquellos coches que pivotaban sobre sí mismos levantando nubes de polvo.
 -Pero, habláis de la velocidad, y parece que eso sea algo muy placentero. Yo la verdad es que no experimento ningún placer con la velocidad- cualquiera que allí me escuchara se estaría preguntando que pintaba yo en un circuito ilegal de carreras-.
 -Bueno, dijo Raúl, es como un tipo que se monta en un caballo o un toro salvaje para ver cuanto aguanta antes de caerse. La gente lo hace en EE.UU. eso es un deporte allí. Hay quien paga una entrada para verlo.- El público admiraba ahora las evoluciones de un piloto que daba vueltas a toda velocidad con un Peugeot destartalado.
 -Es verdad, dije yo, los americanos son los maestros en deportes raros- y me detuve a pensar en lo atinado del ejemplo que había sacado Raúl. No podía explicarme cómo  había gente que se dedicaba a subirse encima de un toro salvaje para competir con otros y ver quien aguantaba más antes de caerse.
 El piloto del Peugeot trucado se había convertido en el protagonista del momento, daba vueltas cada vez más aprisa, los demás coches se habían apartado; como cuando todo el mundo deja de bailar en una discoteca y hace un círculo en torno a un bailarín especialmente dotado. Como John Travolta, cuando bailaba en la discoteca “Odisea” en aquella película de los 70.
 - Sí, en realidad os atrae el peligro, la adrenalina y todo eso, pero a mí me parece ilógico arriesgar la vida por diversión… creo que nuestro instinto, como seres humanos, es más bien huir del peligro ¿No crees? O afrontarlo si la huida no es posible, pero solo para salvar la vida… ¿No te parece?-la verdad es que me animaba a la charla la actitud abierta que encontré en Raúl.
 -Bien, dijo él, pero eso es un comportamiento muy animal, ¿no? Las personas podemos ir más allá de esas reacciones instintivas. Mira, están, por ejemplo, los montañeros. Ellos arriesgan la vida por coronar una montaña, si es posible, quieren ser los primeros en hacerlo.
 -Buena comparación –dije estimulado por lo interesante de los ejemplos que Raúl sacaba a relucir- la verdad es que yo no he entendido nunca a los montañeros, ¿qué pretenden demostrar? Allí arriba hace mucho frío, esa gente muere congelada, o pierde un par de dedos en el mejor de los casos, y aunque vuelvan con vida, ¿qué ganan con aquello? Subir los primeros, ¿Es una cuestión de vanidad?
 Raúl me miró sorprendido, la verdad es que no me había dado cuenta de que mi tono era ahora un poco exaltado. – No creo, dijo él sonriendo, no es una cuestión de presumir ante los demás, en realidad la persona que sube una montaña o participa en una carrera de velocidad, o se sube a un caballo salvaje, no sé… creo que lo hace para superarse así mismo, para vencer una barrera, una limitación que su condición humana le quiere imponer.
 - Entonces ¿tendría todo eso un sentido espiritual… o algo así? Dije yo, cada vez más entusiasmado.
 Raúl me miró asombrado por mi feliz ocurrencia –Sí, dijo, eso es, tú lo has dicho es algo espiritual, una superación, una prueba que, cuando la vencemos, nos aleja de lo predecible, de lo que la naturaleza había previsto para nosotros, sí, es como burlar a la naturaleza o… igualarnos con ella.
 El piloto del Peugeot era un muchacho gordo y feliz. Aquel era su día de gloria. De vez en cuando frenaba estrepitosamente y salía brevemente del coche para abrazarse con su pandilla de amigas, eufórico por el éxtasis de la velocidad y el peligro. El público gritaba de júbilo ante la escena de aquel gordo que reía a carcajadas y era un demonio al volante. Cada vez que paraba subía a una chica diferente en el asiento del copiloto y aprovechaba para empinarse un trago de ron de una botella enorme que le ofrecía su “club de fans”.
De repente alguien dio la alarma: La Guardia Civil andaba cerca. Todos subimos entonces a los vehículos y en unos instantes aquello volvió a ser un descampado solitario. Sólo quedó, tras nosotros una tormenta de polvo.
Se me quedó grabada la imagen de aquel muchacho orondo. La destreza y la habilidad con que hacía “bailar” a su coche, contrastaba con sus torpes movimientos cuando salía de él. En su caso pude entender que aquello del coche, la velocidad, y el espectáculo era algo que le hacía sobreponerse a sus limitaciones personales. Una manera como otra cualquiera de intentar vivir con una ilusión.

2 comentarios:

marichón dijo...

tener inquietudes es muy importante. vivir con una ilusión...es necesario. lo que me queda de este estupendo relato, es que cada individuo debe sentirse bien con lo que le apasione( dentro de la legalidad, claro )porque en esos instantes da igual que seas gordo o feo, en ese momento nadie te mira asi. Me encanta la moraleja,si es esa. Alomejor yo le estoy dando un enfoque distinto al que tu querias dar!!!

CARLOS J. dijo...

Gracias Marichón. Sí, has definido muy bien lo que yo quería decir.

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