Devuélveme mis talentos, Merkel, por Carmen Gómez Barceló.


Me dicen que si yo fuera sol, no calentaría a nadie. Es verdad, no tengo porqué calentar a nadie.
Mi niñez está plagada de noches frías. Éramos dos hermanos, otro chico y yo. Vivíamos cerca de un rio con mis tíos.

Mi madre no estaba. Se la había llevado mi padre con él hasta Alemania, dejándonos a mi hermano y a mí  a cargo de estos. Desde ese momento para mí este país se convirtió en mi enemigo, era como el flautista del cuento, ese que encandilaba a las ratas con su música. Alemania  emitía notas musicales que sonaban a bonanza y arrastraba a los que estaban hartos de escuchar pobreza.

Aquel país disfrutaba del portento de virtudes que era mi madre y exprimía la fortaleza  de mi padre. Yo, así lo vivía. - ¡Devolvédmelos¡- gritaba  mi garganta de niño cada noche, asomándome  a la ventana.

-Duérmete ya- decía con autoridad mi tío.

No tenía más remedio que meterme en la cama. Estaba tan fría que parecía mojada. Sabía que mis tíos hacían lo posible para que estuviésemos bien. Mi padre nos mandaba cada mes dinero para ello, pero yo cerraba los ojos y repetía en voz bajita una y otra vez –volved, volved, volved…-

Pero ellos no retornaban. Me cansé de llamarles. La sensación de arrebato se apoderó de mí y seguro que contribuyó a que fuera la persona que hoy soy.

Pasaba el tiempo y con él mi niñez. Crecí con la convicción de que no iba a ser pobre y sobre todo nunca dejaría a los míos por preciosa que fuera la melodía del flautista.

Mi obsesión era estudiar, estudiar y estudiar para poder acceder a la universidad y ser una persona respetable.  Estudié económicas y cuando me licencié pude observar que gran parte de mis compañeros optaban por solicitar empleo en el extranjero.

Yo les pedía que no se fueran, que nuestro país les  necesitaba.  Ellos se burlaban de mi patriotismo y me respondían que aquí había demasiados parados y que fuera, sobre todo  en Alemania, encontrarían trabajo y además muy bien pagado. - Allí están  los mejores ingenieros, los mejores técnicos, la élite del conocimiento- me repetían.

El rencor que había acumulado desde pequeño hacia ese lugar no me permitía pensar con claridad. Quizás sólo fuera un gran ignorante que no era capaz de comprender el magnánimo entramado que conformaba la economía europea. Yo solo sabía que nuestros mejores talentos estaban allí, en aquel país que era el más fuerte…

Estalló la crisis internacional, se desinfló la burbuja inmobiliaria en nuestro país, todo se iba a pique, todo y todos pero a ellos parecía afectarle menos que al resto. Me preguntaba ¿Por qué?  ¿Por qué su economía no se resquebrajaba? Sus industrias eran rentables, no habían necesitado trasladar a países como Taiwan sus fábricas de coches o aviones. Con ellos ¿no importaba el precio?

Alemania compraba deuda multimillonaria a sus supuestos socios a un interés altísimo, exprimiéndolos hasta la ruina, empobreciéndolos de capital  y de talentos.

No estaba dispuesto a consentir la hegemonía del flautista Merkel.

Después de conseguir la licenciatura en económicas, oposité para un puesto en un gran banco y conseguí el trabajo.

Al poco tiempo pude darme cuenta de la tragedia que se nos venía encima. Mi banco acumulaba pérdidas millonarias ya que daba dinero a personas que difícilmente lo  devolverían. Todo era mentira, todo era papel, contratos, palabras, acuerdos, humo. La única verdad era que euros, lo que se dice euros contantes y sonantes…no había.

En medio de esa vorágine me hicieron director del banco. Yo creo que lo hicieron para hundirme, pues  a causa de mis constantes quejas me había ganado la enemistad de directivos, empleados y clientes.

En la primera reunión formal que organicé suprimí  cláusulas a contratos  blindados millonarios, rescindí  acuerdos  con  personas invisibles que recibían sueldos astronómicos por el trabajo que no hacían, anulé las prejubilaciones  y algunas reformas más que dieron como resultado unas  cuentas medianamente claras  que reportaban dinero de verdad.

Convencí a los técnicos del banco  de la necesidad de una gran inversión para reflotar una fábrica de automóviles. La empresa contaba con toda la infraestructura necesaria para la producción en cadena, sólo necesitaba el capital que yo le iba a proporcionar, la tecnología que pululaba por nuestras universidades y los talentos que nos había birlado valiéndose del pentagrama del euro, la flautista Merkel.

Lancé una macrooferta de empleo directamente a las fábricas de automoción alemanas.  “Necesitamos ingenieros, preferentemente españoles. Urge levantar el país”.

El aluvión de trabajadores  procedentes de allí colapsó el aeropuerto de mi ciudad. La fábrica remontó  como lo hiciera Pegaso elevando sus alas. Estaba seguro de que era el resultado entre otras cosas, de la cantidad de talentos que habíamos recobrado.

Fue así como pude resarcirme del daño que acumulaba en mi corazón desde que  la melodía de aquella flauta, se tragó a mis padres.

Aquel país no fue en absoluto sensible a mi hazaña. Tenía todo el dinero del mundo para continuar con su política usurpadora, pero al menos por algún tiempo me devolvieron mis talentos.
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Pena de muerte, clamor de campanas, por Marichón Castillo.

Puedo adivinar que clarea un nuevo día. Sólo teniendo como referencia un pequeño tragaluz. Me ha acompañado durante mi corta estancia entre estas húmedas y tristes paredes. Pintadas de color gris azulado, salpicadas con lágrimas y lamentos.

 Lamentos de aquellos que como yo pensamos de forma distinta a lo que se nos pide. De  aquellos que aman y defienden su patria sin más defensa que el folio escrito sin sangre. Aquí estoy yo. Don Emilio Montoro de la Torre.Un apellido tan ilustre que de  poco me ha servido. Pues aquí me veo. Con frío. Con hambre. Con temor.

Me precedieron amigos y familiares. Pienso que en el lugar donde habiten todos iré a  parar yo. Me refugio en ese pensamiento para sobrellevar la pena. Lástima de mi madre. Viuda y sin hijos. Porque así lo decidió aquel que se proclamó amo y señor del pueblo. Coronándose así mismo todo el poder. Jugando con la vida y la muerte como si del  mismo Dios se tratase. Es por él por lo que me hallo en esta tesitura. Con las manos  atadas. Los pies precintados. La boca cerrada. Pero el pensamiento libre.

Se aproximan. Vienen por mí. Percibo el aroma a pólvora. Oigo sus pasos firmes acompañados con la melodía que produce el golpeo de los fusiles contra sus piernas. Este será mi último viaje. Con el sentido de la vista tapado sin voluntad propia. Pero  huelo lo que no me dejan ver. Sé que por el camino que voy he pasado en muchas  ocasiones. Huelo a tomillo y a hierbabuena. Es sin duda el camino de la finca de los Zeliún. Era el lugar preferido de Jesús. Mi mejor amigo de la infancia. Pasábamos horas  y horas caminando para poder entrar en el lugar. Cada uno por una razón diferente.

Jesús estaba loquito por la hija de Damián, el guarda. Le bastaba con verla. Jamás habló con ella. La verdad es que tampoco hablaba mucho conmigo. Lo suficiente para querer pasar todo el tiempo posible con el. Mi intención era bien distinta. Yo estaba loquito por los árboles frutales que tenían y me pasaba todo el tiempo comiendo lo que para mi eran exquisiteces.

No sé que habrá sido de mi mejor amigo. Hace años que no sé nada de él. Un día fui a buscarlo a su casa y me dijeron que toda la familia se había marchado pero sin decirle a  nadie hacia dónde.

El vehículo se paró. Me apeé cuando me lo ordenaron. Antes no. Yo no tenía prisa. Mis verdugos sí. Me despojaron de la venda. Miré al cielo. Y comencé a caminar. Sin mirar hacia atrás.

Con paso seguro pero sin rumbo fijo. No conté cien pasos cuando sentí el ardor en mi pecho. La bala entró y se acurrucó en mi cuerpo como si supiera que estaría mejor dentro que fuera de él.

Caí al suelo consciente de que se me iba la vida. Me la arrebataban. Era en ese momento cuando pensé. ¿Qué será de la enamorada a la que no le confesé jamás mis  sentimientos ? ¿Qué será de los hijos que nunca tendremos ?  ¿Qué será de mi madre? ¿Qué será de mi gente ? ¿Qué será de mi patria? … y yo, pobre. ¿Qué será de mi?
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La infancia derrotada, por Matilde López de Garayo.

Recuerdo cuando tenia doce años y escuchaba los cañones del bando contrario, recuerdo cuando madre dijo que padre estaba enfermo y no podía salir a buscar comida.

Llevábamos dos días alimentándonos con pan, estaba tan duro que sólo lo podíamos masticar mojándolo con agua. Pocos días después también nos la racionaron.

Recuerdo a madre entregándome otros pantalones para ponérmelos encima de los que llevaba puestos  y ayudándome a  sujetar con una cuerda a la cintura,  la chaqueta de mi padre. Los brazos me desaparecían dentro de las mangas y  los faldones me llegaban hasta las rodillas.

Madre me abrazó queriendo infundarme fuerza y valor- Ignacio, prométeme que si suenan las sirenas de los bombardeos te  meterás en un refugio- exclamó llevándose el delantal a los ojos.

Era enero del 1938, por culpa de la guerra  me había hecho mayor antes de tiempo.

Con una gorra mugrienta y unos guantes raídos salí a la solitaria y oscura calle. Guardaba las manos en la chaqueta y escondía la cabeza entre las solapas, para protegerme del frío, para esconder unas lágrimas de terror que un hombre no debía derramar.

Bajé hacia la estación, sorteando las cañerías que como muertos vivientes pugnaban por salir del empedrado levantado por las bombas. Notaba como el agua helada se iba filtrando por las grietas de mis botas viejas. Y a lo lejos esporádicamente un tiro, un resplandor, una explosión sorda.

Quería llegar a tiempo  para coger un tren que pasaba cerca de una antigua fabrica de conservas. Según  Sebas, una bomba había destrozado las instalaciones, la noche anterior, y debido al estado de los raíles, el tren casi se detenía al pasar por allí.

Recuerdo aún a mi amigo. Poco días después jugando, cogió un artefacto de la calle, murió al estallarle una granada en las manos.

Subí con rapidez al techo de uno de los vagones, allí se encontraban tendidos, hombres y chavales tan conmocionados como yo, sin saber que le deparaba la noche, la guerra, la vida..

Miraba al cielo cerrado, con un resplandor intermitente, tan artificial como mortífero. Yo me intentaba esconder fundiéndome con el metal gélido del vagón.

Conseguí apearme cerca de las ruinas y cuando me hice a la oscuridad observé que unos perros me enseñaban los dientes, estaban devorando  unos restos de latas destrozadas. 

Cogí una barra de metal retorcido, y a base de palos conseguí alejarlos. Creo que la adrenalina me impedía pensar en lo que estaba haciendo.

Una  mano la utilizaba para remover la basura con el palo lleno de sangre,  con la otra me secaba las lágrimas y me  retiraba los mocos de la cara. Fue entonces cuando la providencia quiso darme un consuelo,  encontré un buen número de latas semienterradas, cerradas herméticamente.

Llené un pequeño saco de arpillera, todos los bolsillos, y la  gorra con la comida. Camuflé el lugar lo mejor que pude.

Volví a mi casa andando, aterido de frío y con el corazón en un puño. Miraba continuamente a un lado y otro para asegurarme que nadie me seguía, que nadie me robaría el botín.

Me recibieron con alegría, quizás vi o imaginé en los ojos de  mis padres orgullo  y en los de mis hermanos admiración.

Tuve que regresar varias veces a la fábrica. Y recuerdo  aquella noche del 25 del enero. Me extrañó que en los techos de los vagones no fuera nadie, me extrañó el silencio que reinaba y respiré  profundamente dando gracias por esos momentos de paz.

¡Y la vi! , Una cortina multicolor se abría en  el cielo. Era imposible tanta belleza, tanto color en unos momentos donde el gris, el verde caqui y el color de la sangre cubría toda nuestra existencia. Aquella sábana luminosa parecía que jugaba conmigo, se acercaba con unos colores ¡tan vivos!, azul, amarillo, violeta.., Me envolvía y  se retiraba con otros, naranja, verde claro..,  Me quedé ensimismado y me pasé de largo la fábrica.

Tuve que andar unos kilómetros más, pero esa noche no me importaba nada. La vida me había dado un respiro, me había llenado el alma de fuerza.

Al principio, cuando se lo quise contar a mi familia pensaron que estaba delirando. Después, aquel suceso alimentado por otros  testigos, se convirtió en toda una serie de presagios fatalistas, o  también, ¡porqué no!,  en un signo de esperanza.

Cuarenta años después, en un mercadillo de Sevilla encontré un periódico de la guerra  civil. Informaba que el 25 de  enero del 38, a una latitud tan baja como Madrid, se había podido contemplar un fenómeno atmosférico tan extraordinario como  la Aurora Boreal.

Me llevé el periódico a casa, recorte el artículo y lo guardé en un sitio privilegiado de mi cartera.

 Hoy siete de diciembre del 92,  lo saco por última vez de la cartera, ya amarillea y está un poco descolorido, se lo   enseño por primera vez a  una persona. Me desahogo casi llorando de todos los fantasmas que me han acompañado en las sombras durante tantos años: Espectros de  las calles destruidas, de los vagones fríos, de los perros muertos, de los seres queridos desaparecidos en aquella locura humana.

 Hoy por fin me libero. Veo a  mi hija enfrente, callada, mirándome con una profunda tristeza, es como si adivinara que mi corazón está casado de vivir. Al encontrase nuestros ojos sabe que me estoy despidiendo de  ella.           

Cosas de Beatriz, por Carlos J. Fernández.

Me llamo Beatriz y tengo 43 años. Trabajo en una tienda de móviles. Soy una buena vendedora. El año pasado la empresa me dio un premio, por récord de ventas, en la región. No soporto la injusticia, por eso siempre me rebelo contra las pequeñas tiranías de mi jefe. Tengo un hijo de 16 años, Luis, que juega al fútbol en las categorías inferiores de un club importante. Educar a un adolescente es la tarea más difícil a la que he tenido que enfrentarme en toda mi vida. El camino que consigo andar con él lo desanda después con su padre del que estoy divorciada. Toda la teoría educativa de mi exmarido que está en el paro, o eso dice él,  se basa en que a los hijos hay que quererlos mucho y dejarlos vivir. Lo demás es poco importante, según él. El caso es que yo, aparte de quererlo, tengo que ocuparme de todo lo demás; vestirlo, alimentarlo, llevarlo y traerlo, quitarle de la cabeza ideas absurdas, animarle para que estudie, pagar las facturas y un millón de cosas más.

Los fines de semana me voy con mis amigas a bailar salsa por ahí. Bailar me relaja y despeja mi cabeza de preocupaciones. Se conoce a mucha gente bailando, puede que así llegue a conocer al hombre que me conviene. Necesito a un hombre al que no le de miedo comprometerse en todos los aspectos de una relación, y que le guste bailar, como a mí. No sé si mi hijo entendería que yo me echase un novio, todavía soy joven, él tendría que comprenderlo. Pero me asusta que llegue esa posibilidad porque los adolescentes son terriblemente egoístas y creen que una madre es como una esclava, que debe comportarse como una monja y no tener vida propia.

Voy a bailar salsa y bachata a la sala “Caribe” y a otros salones de baile. Lo hago bastante bien, además también me sirve como deporte. La verdad es que en los últimos años he cogido un poco de peso. Con las preocupaciones me dio por comer, así que estoy un poco rellenita. El otro día mi amiga Rosa insinuó que yo estaba gordita: “Con lo que tú te mueves toda la semana no entiendo como te has puesto así de gordita” me dijo. Yo creo que se habrá arrepentido de decirme aquello porque entre bromas y veras vine a decirle que si quería seguir siendo amiga mía no me volviera a llamar esa cosa. Yo no estoy gordita lo que pasa es que soy ancha de caderas y, en cuanto me paso un poquito con la comida, parece lo que no es. En realidad quiero mucho a Rosa, es mi mejor amiga. La pobre lo está pasando mal, quiere divorciarse de su marido, porque él ya no le presta ninguna atención, y se ha concentrado únicamente en su carrera profesional. Lo malo es que ella no trabaja. Dejó el trabajo por él y ahora no tiene ingresos propios. Fijaos qué situación: vive en casa con sus dos hijos y su esposo, pero no hace vida marital con él.

Tengo épocas que me da por leer. El libro que más me ha gustado en la vida ha sido siempre “Los pilares de la tierra” de Ken Follet, me lo he leído 14 veces. Ahora estoy con “El tiempo entre costuras” que me lo ha prestado Rosa, y está muy bien la verdad, aunque nada que ver con el de Ken Follet. Cuando acabe con este creo que voy a empezar otra vez con los pilares de la tierra, porque por mucho que lo leas siempre descubres algo nuevo que te sorprende.

Este año me hubiera gustado apuntarme a un curso de restauración de muebles antiguos que organizan aquí en la asociación del barrio, pero no tengo tiempo. Trabajo de mañana y tarde, el horario comercial es muy esclavo. Luego cuando llega el fin de semana siempre pienso que me quedaré en casa tranquilita, pero al final mis amigas consiguen liarme y me largo por ahí de barbacoa, a bailar o a lo que se presente. Soy demasiado activa, no puedo parar en casa. También me gusta mucho Internet, tengo más de180 amistades en facebook. 

Mi compañera en la tienda se llama Lorena, una chica joven que tiene un tipo estupendo, a pesar de que es muy golosa y todos los días se toma un par de dulces con el café. Lorena es muy buena chica, pero no tiene carácter para la venta, y se asusta con los clientes agresivos. La otra tarde le pedí a Lorena que fuese a por los cafés al bar de al lado, y que trajese también algo para merendar, aprovechando que a esa hora no vienen apenas clientes a la tienda. Cuando estaba sola entró un hombre que cubría su cara con un casco de motorista y llevaba una navaja en la mano. “¡Dame todo lo que tengas en la caja ahora mismo!” me dijo. Yo al principio pensé que era una broma porque la voz del chico se parecía a la de un amigo mío, pero ante mi falta de reacción el muchacho le pegó una patada al mostrador y rompió varios cristales. Entonces comprendí que la cosa iba muy en serio. Nerviosa como estaba no atinaba con la clave de la caja y entonces el ladrón me gritó: “¡Date prisa gorda!” y aquello fue como fue como si me pegaran en la cabeza. Me llevan los demonios si alguien me da un pescozón en la cabeza, me arrebata la ira, lo mismo me ocurre ahora si alguien me llama gorda, todo lo más que se habían atrevido a decirme hasta ahora ha sido “gordita”, ¿pero gorda?... no se lo consiento ni a mi padre. Así que dejé la caja registradora, me olvidé de que aquel niñato tenía una navaja y le lancé el extintor de 5 kilos a los pies al grito de: “Ahora te vas a enterar tú de lo que vale una gorda”, el extintor fue a estrellarse contra el pie derecho del navajero y como llevaba unas sandalias muy finas lanzó un grito que se escuchó en toda la calle. El pie estaba roto seguro. Mi compañera que volvía con los cafés llamó a los hombres del bar y entre todos acabamos por reducir al ladrón que había intentado inútilmente huir cojeando. 

Mi jefe, ya al corriente de todo, me felicitó y me dio un abrazo emocionado, poniéndome como ejemplo de empleada abnegada, capaz de poner su vida en riesgo para salvaguardar la recaudación y el negocio. Me dijo que inmediatamente me concedería las mejoras en el puesto que le estaba pidiendo desde hace años. Una fidelidad, tan inusitada a la empresa, era algo que no se veía todos los días y él sabría premiarme generosamente. 

Así que aquí estoy ahora. Disfrutando de un aumento de sueldo y con dos tardes libres a la semana. Naturalmente, yo no le desengañé sobre cuales fueron los verdaderos motivos de mi reacción ante aquel atracador. Aquel muchacho que intentó robar en la tienda ahora está en la cárcel y con un pie roto. Siento un poco de simpatía hacia él. Hay ladrones que vienen con un pan debajo del brazo.
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Florencio Andrés y sus peripecias, por Caura Marín.


Tengo treinta y dos años y tres hijos: Ventura, Pascasio e Isabel Primitiva. Me he quedado viudo. Sólo con “el cielo y el suelo” para mantenerlos, gracias a la maldita guerra de las Españas que se ha llevado a “mi Antonia”, muerta en un bombardeo, para que me ayude a criarlos.

He tenido que dejarlos en el pueblo con la tía Eulogia, que tiene un granero y algo de trigo comerán y marcharme a la sierra de Córdoba a coger aceitunas para ver si saco algo de dinero.  Pero con tan mala suerte que han llegado los “maquis” a la finca del Marqués y nos han cogido presos a todos los campesinos.

A los seis meses y por intersección del Marqués nos han liberado.  He regresado de nuevo al pueblo y resulta que la tía Eulogia ya muy mayor ha fallecido y mis queridos hijos andan por el pueblo como verdaderos vagabundos mendigando comida y comidos de piojos.  Los he lavado y hemos cogido la carretera de Andalucía a pié ya que no tenemos dinero para pagar el billete de tren a ver si el tío Aurelio, coronel del ejercito de caballería.  Nos puede dar cobijo y a mí buscarme un empleo de lo que sea.

A la altura de Mérida un tren de cargas con rumbo a Sevilla nos ha visto tan exhaustos, que nos han dado un poco de trigo y ha permitido que nos montemos.  No creo en Dios pero le doy gracias por no haber tanta gente mala en el mundo.

A  las doce de la mañana hemos llegado a Sevilla a la estación de trenes y otra vez hemos tenido que seguir a pié hasta la casa del tío Aurelio. Que no nos ha recibido como pensábamos.  Me ha dicho: “Sois la sexta familia de mi hermano Antonio que pasa por aquí, bueno estaréis una semana y después tendréis que valeros por sí mismos.  En un pueblo cercano, Tres Hermanas, hay terrenos baldíos y allí podréis construiros lo que sea y buscar  trabajo”.

Me quedé muy decepcionado con lo que nos propuso el tío Aurelio, pero a la semana partimos al Pueblo cercano, a encontrar el terreno baldío y a buscar trabajo.  Pero las cosas no fueron tan fáciles.  Yo solamente sabía trabajar en el campo y a un hombre no los quieren en las casas para hacer las “faenas”. Pasó una semana y nada,  no había encontrado trabajo ni hallado cobijo.  Una buena mujer de raza gitana se apiadó de nosotros y nos dio “techo” y comida.  Éramos diez los que dormíamos en una habitación.  Ella nos indicó que en este pueblo había almacenes de aceitunas y una fábrica para elaborar el yute.

Mi hija mayor, Ventura que tenía once años, empezó a trabajar en uno de esos almacenes, recogiendo las aceitunas que se caían al suelo, yo en la fábrica de yute y los dos pequeños Pascasio e Isabel Primitiva empezaron a ir al Colegio.

Fuimos al Ayuntamiento y preguntamos  qué cuantos metros nos daban de los mencionados terrenos y el funcionario respondió: “para un dormitorio, una cocina y un retrete, pero tenéis que construirlos ustedes mismos”.  De dónde vamos a sacar el dinero.  A mi hija Ventura se le ocurrió una cosa.- Papá porqué no lo  hacemos de adobe  y el techo de paja como yo le construía las casitas a mis muñecas en el pueblo, el suelo se lo podemos poner de guijarros que nos vallamos encontrando, verás como salimos adelante y tendremos una casita para los cuatro. Y así sucedió.

Los trabajos en el pueblo eran por temporadas.  Pero yo no me arredraba y si teníamos que coger los bártulos e irnos a otro sitio dónde hubiese trabajo, nos íbamos.  Nos habían hablado de las Marismas del Guadalquivir donde se cultivaba arroz y necesitaban muchos trabajadores primero para la plantación y cuando ya estaba crecido para la siega.  Y allá que nos fuimos.

Terminó la temporada y otra vez nos marchamos a nuestro pueblo de acogida. Mis hijos fueron creciendo y trabajando también en lo que podían.

En la actualidad tengo un montón de nietos que me piden que les cuente mi venida desde el pueblo.  Mi nieta Sara es la que más me admira y siempre me dice: “abu, no hace falta que superman venga del espacio, para mí eres un superhéroe y no te hizo falta la criptonita”.
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El cuerpo de Cristo, por Carlos J. Fernández.



Sentado en un banco, en la penumbra azulada de la iglesia, esperaba que mi amigo Guillermo terminara de confesarse. Yo lo había hecho un momento antes. La iglesia estaba casi vacía ya. Se acercaba el día de nuestra comunión y, esa tarde, habíamos acudido por primera vez al confesionario.  Para echar una mano a nuestro párroco en aquellas labores, dado que mi grupo era muy numeroso, habían acudido a la parroquia,  de manera excepcional, varios sacerdotes, todos ellos jóvenes. Guillermo y yo habíamos quedado para el final, así que todos los demás chicos se habían marchado ya.
 Mientras esperaba, me pregunté si me gustaba aquel lugar, con sus rancios bancos de madera, sus capillas, incensarios y cuadros de vírgenes con los ojos en blanco. Aspiré una bocanada de aquella atmósfera densa de olores a sotana y santos óleos:
 -¡Uf!, para ser la casa de Dios es un lugar muy poco acogedor –dije casi en voz alta-.
 En aquel rato había estado observando el sagrario sobre el altar mayor. Era una especie de caja fuerte de bronce y mármol en la que, según Don Manuel, nuestro párroco; se depositaba, en su interior, el cuerpo de cristo después del sacramento. A mis nueve años todo aquello suponía, para mí, un misterio imponente. No hacía más que preguntarme cómo es que aquel cofre, tan pequeño, que el cura guardaba allí tras la comunión, podía contener nada menos que el cuerpo de cristo.
 Guillermo acabó su confesión y nos reunimos frente a la pila bautismal. Mi amigo metió la mano en aquella pila y cuando yo me acercaba a mirar me lanzó agua a la cara:
 - ¡Toma! –Exclamó –¡ya estás bendecido para todo el mes!
 Reímos de buena gana y Don Manuel que ya salía del confesionario nos miró severísimo:
- ¿Risas en la iglesia?...-dijo, reprimiendo un grito y marchándose al fin-.
 -¿Por qué no les gustará oír risas en la iglesia Guillermo? –pregunté a mi amigo en voz baja.
-creo que es por lo que le pasó a Jesús –dijo Guillermo señalando con la cabeza a la imagen del crucificado del altar mayor. Hace ya muchos años pero aquí siguen de luto.
Guillermo, también conocido por “gordo bellota” entre sus enemigos era, efectivamente un chico grueso, pero era un gordo elegante, con un frondoso tupé que pendía desafiante sobre su frente.
 - ¿Y el sagrario? Guillermo, no te parece increíble que allí reviva el cuerpo de cristo- dije, señalando a mi amigo aquel armarito sobre el altar.
 -Es verdad –observó Guillermo-, si es como dice Don Manuel, en la cajita que hay dentro está metido el mismísimo Jesucristo.
 -¿Y qué hace ahí? Dije yo.
 -Pues…debe ser que los curas lo tienen ahí encerrado para que les conceda todos los deseos que ellos quieran –aventuró Guillermo- Así han conseguido todos los tesoros que tienen, mi abuelo siempre dice que los curas viven en la opulencia.
 -¿Qué es la opulencia?
-pues no lo sé exactamente, pero creo que es algo que tienen los ricos.
 -Entonces Guillermo, si nosotros nos quedásemos con el sagrario, podríamos obligar a Jesús a concedernos lo que quisiéramos.
 A Guillermo se le dibujó en el rostro una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Esa es una idea genial Antoñito! Nos llevaremos el sagrario y obligaremos a Jesús a que nos dé, a nosotros también, la opulencia esa.
 El plan estaba irremediablemente decidido. Fuimos a hablar con Alvarito Espronceda, un chico de nuestro colegio, que hacía de monaguillo en la iglesia. Tuvimos que darle nuestros cromos de Cruyff que tanto nos había costado conseguir pero, a cambio, Alvarito nos dio la llave que abría el sagrario, donde a su vez se guardaba la cajita con el cuerpo de Jesús que, según Don Manuel, vivía allí.
 Alvarito nos ayudó a escondernos en el guardarropa de la sacristía, y allí entre casullas,  estolas y otros trapos esperamos a que se hiciera de noche y la iglesia quedase cerrada.
Cuando creímos que ya era momento salimos sin hacer ruido y nos dirigimos hacia el altar. Nuestras sombras se agitaban a la débil luz de las velas en aquel recinto, que en mitad de la noche, aún se me antojaba más tétrico y solemne. Ya frente al retablo sacamos la pequeña llave y abrimos la puerta de aquel sagrario de bronce y mármol.
Allí dentro estaba la cajita metálica, redonda y dorada, que guardaba las formas sagradas. O lo que es lo mismo, el lugar donde los curas tenían encerrado a cristo, lo mismo que un genio en su lámpara maravillosa.

Guillermo y yo nos miramos felices. Nada fue más fácil que sacar la cajita, dejar todo lo demás como estaba y marcharnos de allí sin hacer ruido, por la puerta de la sacristía.
 -¡Ya es nuestro! - gritamos eufóricos mientras nos alejábamos de la iglesia.
- Y ahora ¿qué hacemos?- Dijo Guillermo, pues no habíamos pensado donde guardar aquello-.
 - ¡A la vaquería! -Dije yo.
 -¡Claro! –asintió Guillermo palmeándose la frente.
 Entre las ruinas de la vieja vaquería abandonada, que era nuestro escondite y lugar de juegos, guardamos aquella cajita y nos fuimos a casa.
 Durante los días siguientes, al salir del colegio, acudíamos a nuestro lugar secreto y allí, frente a la cajita dorada, y siguiendo un elaborado ritual que diseñamos entre los dos; conminábamos a Jesús, con voz solemne, a que nos otorgara con sus poderes mágicos todo aquello que queríamos de él.
 -Señor Cristo- decía Guillermo con su voz enérgica. Si quieres ser libre al fin, danos la opulencia, y un parque de atracciones que sea solo para los dos; también disfraces del llanero solitario y un pony para cada uno. Si así lo haces, te libraremos de los curas y podrás ir donde quieras.
Pasaron los días y  los milagros no llegaban, así que pensamos que algo habíamos hecho mal.
 - Hay que abrir la caja, dijo Guillermo resuelto, debemos habernos equivocado, aquí dentro no está Jesús.
 - Un momento - detuve a Guillermo- ¿y si, a pesar de todo, estuviera ahí Jesucristo?, él es como Dios, y a Dios no se le puede mirar directamente a los ojos, te fulminaría con su luz divina, lo leí en un libro,
 -Es verdad- dijo Guillermo- pues entonces utilizaremos, esto dijo cogiendo del suelo una vieja botella de vino vacía, la rompió y tomó los dos pedazos de cristal oscuro más grandes.
- Nos protegeremos así, mi abuelo me lo enseñó para poder mirar al sol. Y así, utilizando los cristales ahumados a modo de lentes protectoras, abrimos aquella cajita. Pero no había ninguna luz que nos cegara, allí sólo se guardaban unas obleas de ese panecillo plano y redondo que daban en la eucaristía.
 -Claro, dije yo, debimos haberlo imaginado. Si los curas ya tienen la opulencia, ¿para qué quieren más a cristo? Hace mucho que debieron dejarlo libre, pero sin decírselo a nadie, así seguimos pensando que ellos son muy importantes porque cristo les pertenece.
 -Los curas nos han engañado, yo ya no quiero hacer la comunión- dijo Guillermo profundamente decepcionado.
 -Yo tampoco- dije abatido.
 Cuando volvimos a la iglesia, cabizbajos,  para devolver discretamente aquella cajita dorada, Don Manuel, el párroco, nos esperaba rojo de ira. Alvarito Espronceda acababa de confesarlo todo (bajo torturas nos dijo, tiempo después, para excusarse). Don Manuel nos tenía a los dos agarrados de la oreja:
 -¡No nos haga nada padre, aquí está la caja, ya sabemos que jesús no está dentro!
 -Desgraciados- dijo Don Manuel con el rostro congestionado por la irritación- iba a llamar a la policía, pero prefiero no dar un escándalo. Eso sí, voy a hablar con vuestros padres ahora mismo, vuestra comunión queda suspendida, ¡lo peor de todo es que después de dos años de catequesis no os habéis enterado de nada!
 Intentaron explicarnos, más tarde, el misterio de la eucaristía y la presencia del cuerpo de cristo en el vino y el pan consagrados por el cura. El caso es que cada vez lo entendíamos menos. Al final renegamos de todo aquello en la certeza de que de la boca de los curas no salían más que mentiras. Finalmente no hicimos la comunión aquel año y Guillermo y yo nos juramentamos para no someternos nunca ya a aquella ceremonia que nos pareció, al fin de todo, inútil y falsa.

El Cementerio, por Carmen Gómez Barceló.

No sabía que fuera un cementerio, pero con el tiempo me di cuenta de que así era…

Yo debía tener por entonces alrededor de cinco años más o menos.

Había un lugar al que yo iba cada noche. Era un sitio raro. Parecía una ciudad caverna. Todo era de un color marrón rojizo, como si una capa de tierra húmeda lo recubriera.

Había montículos repartidos por el suelo. Olía mal.

Deambulaban por allí seres revestidos de oscuros harapos. No tenían rostro. Parecía como si no me pudieran ver. Yo si los veía a ellos.

Una vez, en una de aquellas visitas nocturnas, recuerdo que al fijarme en uno de aquellos montones de barro que allí había, pude ver algo parecido a una mano descolorida, vieja y arrugada. Entonces no tuve duda, ¡ERAN MUERTOS! Estaba en un cementerio.


Un escalofrío recorrió mi pequeño cuerpo, tenía mucho miedo. Cuando el terror era ya insoportable, tanto que dolía el pecho y quemaba la espalda, entonces, abría los ojos y…Qué alivio, me encontraba en mi cama.

Era solo un sueño. Un mal sueño que se repetía cada vez que desconectaba del mundo para ir a dormir. No me gustaba dormir. Odiaba la noche.

La noche significaba soledad, desamparo, estar perdida. Estar perdida en aquel antro.

A muy corta edad fui consciente de la muerte, de mi muerte. Este pensamiento me estuvo obsesionando durante mucho  tiempo…Pensaba como sería el momento en el que la vida se escapara de mi cuerpo. Qué pasaría conmigo. Qué pasaría con mi madre. ¿Lloraría mucho por mí?
La pesadilla volvía y volvía…Muertos, almas en pena, hoyos…

Yo era una niña flaca, pelirroja, con mucha imaginación y con muchos miedos.
Dormía con mi hermana Mari. Ella era algo más pequeña que yo, pero mucho más madura y fuerte.
Era quién me calmaba cuando me despertaba temblando en medio de la noche. Me arropaba e intentaba convencerme de que aquel cajón en el que nos encontrábamos, no era un ataúd, sino nuestra cama.

Con el paso del tiempo, aquellos sueños se fueron, pero vinieron otros.

De todos ellos he  aprendido cosas: Del cementerio aprendí que cómo dijo el poeta Gustavo Adolfo Becquer, los muertos se quedan muy solos. Que es un encuentro entre tú y ella y nadie más. Que es la verdad más absoluta y que a todos nos llegará, a unos antes y a otros después. Es cuestión de tiempo.

Aquel maravilloso viaje, por Marichón Castillo.

Era un mes de agosto. No recuerdo de que año.

Observaba como mi padre ponía a punto el coche. Mientras mi madre le daba el último
repaso a la casa.

El gas apagado, las ventanas cerradas, electrodomésticos y lámparas desenchufadas y como no , la lacrimógena entrega de llaves a la vecina de confianza.

No había duda. Nos marchamos de vacaciones.

Mi hermano y yo , nos echábamos a temblar, porque cuando ya estaba todo en orden, según mi madre, se acordaba de nosotros y nos buscaba por toda la casa para administrarnos, lo que yo creo que ha sido el peor medicamento de la historia, la pastillita del mareo. En mi caso, el elemento amarillento que se deshacía en mi vaso se llamaba biodramina. Su sabor era como pegarle un lametón a un estuche de acuarelas aderezado con toneladas de azúcar morena.

Pero lo peor estaba por llegar. Nos esperaban, casi ocho horas de camino montados en un coche marca Renault 12. Rodeados por el humo de los cigarrillos de ducados negro que fumaba mi padre por aquel entonces. Soportando toda la discográfica de los Dire Straits o en su defecto, los discos que grabo en solitario su vocalista Marc Nofles .Y por su puesto, sin más aire acondicionado que el que entraba por las ventanillas.

En la última gasolinera de la provincia de Sevilla, mi padre se paró a repostar. Es en ese instante cuando mi madre echó en falta su bolso con toda la documentación y el dinero que  habían ahorrado para esas vacaciones. Así pues, retornamos a casa.

Una vez solventado ese pequeño incidente, nos pusimos de nuevo, rumbo al pueblo.

El viaje transcurría con normalidad. Mi hermano dormía como un lirón. Mi padre cantaba en su españolinglish las canciones del grupo mencionado anteriormente y mí madre y yo jugábamos a contar los coches de color rojo.

A la altura de Osuna. Un visitante volador se metió en el coche, con la maliciosa intención de picar a cualquiera de los usuarios del vehículo.Al parecer , encontró reconfortante mi rodilla para llevar a cabo su ejecución. Noté como me clavaba el aguijón y sentí como se la iba la vida en un momento. Me puse a chillar . Mi padre asustado paro el coche en el arcén.Mi madre me consolaba y fabricaba un remedio casero para estos casos a base de agua y arena. Hizo una pasta y me la colocó en la herida. Parecía que el ungüento funcionaba. Y retornamos la marcha.

Llevábamos tres horas y media de viaje y necesitábamos estirar las piernas. Todos menos mi hermano. Seguía durmiendo. Mis padres decidieron descansar en el arrea de descanso de Los Abades, en Loja. A pocos kilómetros de Granada. Me refresqué en el aseo y me tomé, sin muchas ganas, un zumo natural de naranja con mucho hielo.

Proseguimos el viaje. Dejamos atrás,Santa Fe, Albolote, Iznallor. Nos adentramos por fin  en la provincia de Jaén. Esta nos recibía como cada verano. Adornada con interminables curvas. Tramos de vía por donde solo podía pasar un vehículo.Montañas tan altas como pirámides y barrancos tan oscuros y profundos como pozos de petróleo.

Me encontraba, asustada, dolorida y mareada. Mi madre me proporcionó un utensilio muy fácil de encontrar y muy bien traído para este caso. Una bolsa de basura. Introducí la cabeza en ella y expulsé todo el zumo de naranja natural con mucho hielo que me había tomado sin muchas ganas.Mi hermano seguía durmiendo.

Pasamos por Piñar, Guadahortuna, Huelma y Solera. Divisaba entre curva y curva, las casas blancas del pueblo. El cartel del desvío para llegar a el y la entrada del cortijo donde voy con mis amigas a coger brevas.

Cuando estábamos a la altura del cartel de Bienvenidos  Cabra del Santo Cristo, mi padre se despistó. Pisó sin querer con fuerza el pedal del acelerador y nos fuimos a estampar contra la capilla de San Antonio. Donde van las solteras del pueblo  a pedir que les salga un novio.

Mi padre salió del coche maldiciendo el pueblo, el viaje y las vacaciones. Mi madre se puso a llorar. Mi hermano se despertó. Y a mi solo me salió decir: que maravilloso viaje. Acto seguido. Me desmallé.

Agosto de 2004 y el Mediterráneo, por Caura Marín.


Nos habían concedido diez días en la Residencia de Tiempo Libre de la Junta de Andalucía, a mi madre a mi hermana Bella, a mi amiga Fernanda y a mí el año 2004.

Yo pensé que iba a ser como todos los agostos. El verano es una estación del año que no soporto.  Aunque parezca una contradicción me gusta mucho más enero.

Salimos el uno de agosto, con dos coches el de Bella y el de Fernanda cargadísimos de ropa, zapatos, trajes de baño, bolsas de playa, etc.

La carretera iba muy llena de automóviles para la Costa del Sol. Fuimos por la autovía porque a Bella y a Fernanda les parecía más segura que el camino más corto que es pasando por Ronda.  Nos paramos en Estepa a desayunar, comimos unos dulces muy buenos que hacen en esa localidad y proseguimos el camino. Tardamos cinco horas en llegar, ya que era la primera vez que íbamos por allí.

Nos  asignaron un bungalow frente al mar. Cuando lo vi dije: ¡El Mediterráneo qué hermosura!.  Tenía razón Joan Manuel Serrat cuando escribió su canción. Me quedaría toda la vida aquí contemplándolo.

Casualmente coincidimos con un matrimonio y sus dos hijas, llamados: Julián, Rosario, el padre y la madre. Y Dolores y Beatriz las hijas.

A mí la Residencia me encantó eran todo bugalows, los que no daban frente al mar estaban rodeados de césped y muchos árboles. Todos con un pequeño patio y con una mesa y sillas donde casi todo el mundo desayunaba y merendaba cuando atardecía.

Había unos horarios fijos para ir al comedor: a las diez, el desayuno a los dos y media el almuerzo y a las diez de la noche la cena.  Julián se quejaba de todo lo que ponían excepto del “tinto de verano”. Se bebía uno y se iba a la cafetería que estaba muy cerca a tomar “tapitas”. Yo no me quejaba de la comida era de “rancho” como se suele decir, en sí no estaba mala. Y lo mejor de todo es que nos hacían las camas y nos limpiaban el bungalow todos los días.

Decidimos no desayunar en el comedor sino en el patio, era una delicia comerte el pan tostado mirando ese precioso mar. A continuación nos embadurnábamos de crema, cogíamos la sombrilla y nos bajábamos a la playa.  No era una playa muy ancha, tenía una pequeña duna. Dicen los viejos del lugar que es la única que queda en toda Marbella. 

Unas leíamos, otras hacíamos punto y Julián contaba los días para llegar a su pueblo.  Sólo iba a la playa para llevar a su mujer y a sus hijas.  Rosario era una mujer encantadora. Dotada de una inteligencia natural que le daba majestuosidad. Su hija Dolores también formaba parte del gineceo que formábamos y Julián harto de tanta conversación femenina, le decía a mi madre: “abuela vamos a tomarnos una sardinita con una cervecita fresquita”. A lo que mi madre asentía y el resto no nos quedábamos detrás. Engordé tres quilos en esos diez días porque a parte de la “sardinita”, también comíamos fruta y a las dos y media al comedor para el almuerzo. A continuación un rato de siesta y otra vez por la tarde a la playa y seguir contemplando el mar.

Cuando cenábamos después había espectáculos de música, de magia, de travestís burlones, grupos de sevillanas, conjuntos pachangueros con los que bailábamos todas menos Julián y mi madre. No teníamos tiempo para aburrirnos. Sólo tres noches salimos de la  residencia. Una a Puerto Banús que me decepcionó, otra a Fuengirola a festejar el cumpleaños de mi hermana Bella y otra a cenar a Marbella. Y una tarde a Mijas a subirnos en los “burritos sabihondos” y a comprar cerámica.

En fin qué bueno es hacer amigos, no pensar en nada, y como no me canso de decir descubrir ese Mediterráneo azul, como dijo el poeta.

A mi manera, por Matilde López de Garayo.



“MY WAY”, de Frank Sinatra, me ha estado acompañando desde los diez años. Como una amiga de mis sentimientos ha sido capaz de reconfortarme en los momentos grises, y potenciar las vivencias alegres.

Quedó unida a mí, desde ese fin de semana inolvidable.

Como decían en una película, esos recuerdos deberían poderse guardar en botecitos de cristal, como una esencia valiosa, y poderlos abrir para aspirar su aroma, sin que su perfume pudiera acabarse nunca.

Esta canción en especial, está guardada en las estanterías de mis emociones, en un  lugar predilecto.

La estuve escuchando en el viejo magnetófono de mi padre durante todo el viaje de Toledo a Arjonilla.

Por unos  días  dejé de ser una hija más, como decían mis padres cuando les convenía: la pequeña de los cuatro hermanos mayores o la mayor de los cuatro pequeños.

Creo que brillé con luz propia en el corazón de mi padre. Por lo menos así lo pensé cuando papá me despertó de madrugada y me dijo que me vistiera. Había convencido a mi madre para que me dejara acompañarle al viaje.

La noche anterior me tuvieron que oír llorando, quizás pensaran que era una rabieta de una cría, pero era el resultado de una situación de impotencia ante una negativa que no acababa de entender.

Me quedé dormida agotada de llorar, notaba los ojos hinchados, hinchados de llanto amargo.

Sin embargo horas después, medio tumbada en los asientos de atrás del coche,  rebosante de alegría, miraba cómo la tierra recibía al nuevo día, cómo las estrellas iban desapareciendo de una manera sutil y la tonalidad anaranjada se difuminaba para dar paso a un azul intenso.

En aquel tiempo los kilómetros se hacían interminables, era frecuente las caravanas, incluso en las carreteras generales, ¡ni que decir tiene! la que se formaba en el  puerto de Despeñaperros. Sin embargo a mí no me importaba, yo me pasaba de una ventanilla a otra del coche para no perderme ni un monte, ni un precipicio, ni mucho menos el verdor de los árboles.

Abría un poquitín el cristal, y poniéndome de rodilla en el asiento, asomaba mi nariz para aspirar el aroma de la jara, del tomillo, de la lavanda, bañadas con el rocío de la noche.

Y era feliz, feliz de estar viviendo.

Miraba la parte de atrás de la cabeza de mi padre, totalmente, concentrado en la conducción, y la de mi hermano mayor, con su corte de “pelo pincho”, como yo lo llamaba. Cambiaba las  cintas o rebobinaba una y otra vez  las canciones que más  nos gustaban, entre ella, “my way”.

Tomamos el desvío del pueblo, hacia tiempo que el paisaje se había convertido en un mar de olivos inmenso, abarcaba toda mi vista. Este árbol también ha estado muy unido a mí desde mi  infancia.

Y por fin mi padre aparcó delante de la puerta “falsa”, nunca supe porqué la llamaban así, era la que daba acceso a la cuadra y a los corrales.

Había llovido hacía unos días, y en los canalones que surcaban los lados de la calle empedrada, una arena muy fina, que me gustaba desmenuzar en mis manos, se había depositado despreocupadamente, formando pequeñas presas, donde se acumulaba el agua de lluvia.

Mis tíos nos recibieron con mucho cariño. Fue entonces cuando me percaté de la sonrisa de mi primo Luis, era franca y llena de complicidad. Su mano movía dos tirachinas, como invitándome a que participara en la guerra contra las viejas latas que, como yo bien sabía,  había colocado en el corral del fondo, contra las latas o contra alguna gallina que se nos pusiera por delante.

Me transformé en una aventurera dispuesta a penetrar en los inmensos parajes poblados de monstruos enormes, las mulas, y de duendes diabólicos, las gallinas.

Incluso me deslicé desde el pajar al suelo con la soga que servía para bajar las alpacas de paja. Cuando comprobamos que no nos veía nadie subimos a lo prohibido; el granero. Nos arrastrábamos por debajo de la barandilla de ladrillo encalado.

El granero constituía una serie de habitaciones, unas dentro de otras, las primeras llenas de sacos de grano, las segundas de muebles y cacharros antiguos, llenos de polvo, y telarañas, apolillados y roídos por los ratones. Había un inmenso olor a rancio y orines de animal.

Removimos todo, abrimos los cajones atascados con un trozo de cuchillo, baúles llenos de trapos, alguno ya podridos, incluso nos columpiamos en una mecedora que crujía bajo nuestro peso.

Acabamos encima de los sacos y al darnos cuenta de que por la esquina de uno de ellos se estaban desparramando el trigo, empezamos una guerra, grano por grano, después puñado a puñado. Nos revolcamos uno encima de otro con esa inocencia de dos niños de diez años. Al darnos cuenta del estropicio que habíamos hecho nos escabullimos con mucho sigilo, dejando la puerta entreabierta para echarle la culpa al gato, ¡por sí acaso! 

Creo que en la cena se me caían los parpados, iba oyendo las risas de los mayores cada vez más lejanas, lo último que recuerdo de esa noche es a mi padre llevándome a dormir en brazos.

Al día siguiente mi primo me enseñó a tirar piedras utilizando todo el brazo y no la muñeca, él decía  que así sólo tiraban las niñas. También disparamos con una escopetilla de plomos, a las latas sobrevivientes. Como no conseguía mantenerla derecha, por lo mucho que pasaba para mí, la colocaba cada vez que me tocaba disparar, encima de una silla de mimbre desvencijado.

Llegó la despedida, no me vieron llorar porque las lágrimas se ahogaron dentro de mí. Nos fundimos mi primo y yo en un abrazo durante largo rato, y nos dijimos adiós como si nunca nos volviéramos a ver.

Unos meses después, las discusiones de los mayores debido al reparto de la herencia hizo que nos distanciáramos.

Volví a ver a mi primo el año pasado en el puente del Pilar, le conocí por su sonrisa franca y por su mirada de complicidad, - ¿Cómo estás prima?- me preguntó, estaba acompañado de un muchacho de la misma edad que mi hijo, venían de cazar.

Esa noche nos contamos toda nuestra vida, después fuimos al karaoke,  como siempre acabé cantando la misma canción, sólo que esa vez comencé con timidez, imaginándome a una niña, abriendo un frasquito pequeño de cristal, oliendo su aroma, como queriendo retener unos instantes del pasado, y entoné con toda mi fuerza la última estrofa.


“Soñar, imaginar y al despertar seguir bailando.
Ya sé que debo hacer para reír y estar contento.
A mi me hace feliz poder estar con quien yo quiero,
ya ves, que vivo así a mi manera.

Hay que creer, hay que vivir una amistad y compartir
Querer, amar, imaginar y expresar nuestra verdad.
Esta soy yo, me gusto así a MI MANERA”.
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