A mi manera, por Matilde López de Garayo.



“MY WAY”, de Frank Sinatra, me ha estado acompañando desde los diez años. Como una amiga de mis sentimientos ha sido capaz de reconfortarme en los momentos grises, y potenciar las vivencias alegres.

Quedó unida a mí, desde ese fin de semana inolvidable.

Como decían en una película, esos recuerdos deberían poderse guardar en botecitos de cristal, como una esencia valiosa, y poderlos abrir para aspirar su aroma, sin que su perfume pudiera acabarse nunca.

Esta canción en especial, está guardada en las estanterías de mis emociones, en un  lugar predilecto.

La estuve escuchando en el viejo magnetófono de mi padre durante todo el viaje de Toledo a Arjonilla.

Por unos  días  dejé de ser una hija más, como decían mis padres cuando les convenía: la pequeña de los cuatro hermanos mayores o la mayor de los cuatro pequeños.

Creo que brillé con luz propia en el corazón de mi padre. Por lo menos así lo pensé cuando papá me despertó de madrugada y me dijo que me vistiera. Había convencido a mi madre para que me dejara acompañarle al viaje.

La noche anterior me tuvieron que oír llorando, quizás pensaran que era una rabieta de una cría, pero era el resultado de una situación de impotencia ante una negativa que no acababa de entender.

Me quedé dormida agotada de llorar, notaba los ojos hinchados, hinchados de llanto amargo.

Sin embargo horas después, medio tumbada en los asientos de atrás del coche,  rebosante de alegría, miraba cómo la tierra recibía al nuevo día, cómo las estrellas iban desapareciendo de una manera sutil y la tonalidad anaranjada se difuminaba para dar paso a un azul intenso.

En aquel tiempo los kilómetros se hacían interminables, era frecuente las caravanas, incluso en las carreteras generales, ¡ni que decir tiene! la que se formaba en el  puerto de Despeñaperros. Sin embargo a mí no me importaba, yo me pasaba de una ventanilla a otra del coche para no perderme ni un monte, ni un precipicio, ni mucho menos el verdor de los árboles.

Abría un poquitín el cristal, y poniéndome de rodilla en el asiento, asomaba mi nariz para aspirar el aroma de la jara, del tomillo, de la lavanda, bañadas con el rocío de la noche.

Y era feliz, feliz de estar viviendo.

Miraba la parte de atrás de la cabeza de mi padre, totalmente, concentrado en la conducción, y la de mi hermano mayor, con su corte de “pelo pincho”, como yo lo llamaba. Cambiaba las  cintas o rebobinaba una y otra vez  las canciones que más  nos gustaban, entre ella, “my way”.

Tomamos el desvío del pueblo, hacia tiempo que el paisaje se había convertido en un mar de olivos inmenso, abarcaba toda mi vista. Este árbol también ha estado muy unido a mí desde mi  infancia.

Y por fin mi padre aparcó delante de la puerta “falsa”, nunca supe porqué la llamaban así, era la que daba acceso a la cuadra y a los corrales.

Había llovido hacía unos días, y en los canalones que surcaban los lados de la calle empedrada, una arena muy fina, que me gustaba desmenuzar en mis manos, se había depositado despreocupadamente, formando pequeñas presas, donde se acumulaba el agua de lluvia.

Mis tíos nos recibieron con mucho cariño. Fue entonces cuando me percaté de la sonrisa de mi primo Luis, era franca y llena de complicidad. Su mano movía dos tirachinas, como invitándome a que participara en la guerra contra las viejas latas que, como yo bien sabía,  había colocado en el corral del fondo, contra las latas o contra alguna gallina que se nos pusiera por delante.

Me transformé en una aventurera dispuesta a penetrar en los inmensos parajes poblados de monstruos enormes, las mulas, y de duendes diabólicos, las gallinas.

Incluso me deslicé desde el pajar al suelo con la soga que servía para bajar las alpacas de paja. Cuando comprobamos que no nos veía nadie subimos a lo prohibido; el granero. Nos arrastrábamos por debajo de la barandilla de ladrillo encalado.

El granero constituía una serie de habitaciones, unas dentro de otras, las primeras llenas de sacos de grano, las segundas de muebles y cacharros antiguos, llenos de polvo, y telarañas, apolillados y roídos por los ratones. Había un inmenso olor a rancio y orines de animal.

Removimos todo, abrimos los cajones atascados con un trozo de cuchillo, baúles llenos de trapos, alguno ya podridos, incluso nos columpiamos en una mecedora que crujía bajo nuestro peso.

Acabamos encima de los sacos y al darnos cuenta de que por la esquina de uno de ellos se estaban desparramando el trigo, empezamos una guerra, grano por grano, después puñado a puñado. Nos revolcamos uno encima de otro con esa inocencia de dos niños de diez años. Al darnos cuenta del estropicio que habíamos hecho nos escabullimos con mucho sigilo, dejando la puerta entreabierta para echarle la culpa al gato, ¡por sí acaso! 

Creo que en la cena se me caían los parpados, iba oyendo las risas de los mayores cada vez más lejanas, lo último que recuerdo de esa noche es a mi padre llevándome a dormir en brazos.

Al día siguiente mi primo me enseñó a tirar piedras utilizando todo el brazo y no la muñeca, él decía  que así sólo tiraban las niñas. También disparamos con una escopetilla de plomos, a las latas sobrevivientes. Como no conseguía mantenerla derecha, por lo mucho que pasaba para mí, la colocaba cada vez que me tocaba disparar, encima de una silla de mimbre desvencijado.

Llegó la despedida, no me vieron llorar porque las lágrimas se ahogaron dentro de mí. Nos fundimos mi primo y yo en un abrazo durante largo rato, y nos dijimos adiós como si nunca nos volviéramos a ver.

Unos meses después, las discusiones de los mayores debido al reparto de la herencia hizo que nos distanciáramos.

Volví a ver a mi primo el año pasado en el puente del Pilar, le conocí por su sonrisa franca y por su mirada de complicidad, - ¿Cómo estás prima?- me preguntó, estaba acompañado de un muchacho de la misma edad que mi hijo, venían de cazar.

Esa noche nos contamos toda nuestra vida, después fuimos al karaoke,  como siempre acabé cantando la misma canción, sólo que esa vez comencé con timidez, imaginándome a una niña, abriendo un frasquito pequeño de cristal, oliendo su aroma, como queriendo retener unos instantes del pasado, y entoné con toda mi fuerza la última estrofa.


“Soñar, imaginar y al despertar seguir bailando.
Ya sé que debo hacer para reír y estar contento.
A mi me hace feliz poder estar con quien yo quiero,
ya ves, que vivo así a mi manera.

Hay que creer, hay que vivir una amistad y compartir
Querer, amar, imaginar y expresar nuestra verdad.
Esta soy yo, me gusto así a MI MANERA”.

1 comentarios:

CARLOS J. dijo...

Sí, has alcanzado de pleno la fibra sensible de la nostalgia infantil. tu maravilloso relato evoca a la perfección todo ese bullir en la mente excitada de un niño, ante la perspectiva de un viaje, la maravilla de disfrutar el paisaje a través de las ventanillas del coche, la música de fondo. Y por si fuera poco la aventura extraordinaria que supone para un niño de ciudad ir al pueblo, al campo con sus infinitas posibilidades para la diversión. Y después esa nostalgia del tiempo pasado, agridulce, la ruptura del paraíso infantil (el mundo de los mayores, las disputas por la herencia) todo magníficamente evocado en mi opinión. Gracias Matilde.

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