Sentado en un banco, en la penumbra azulada de la iglesia, esperaba que mi amigo Guillermo terminara de confesarse. Yo lo había hecho un momento antes. La iglesia estaba casi vacía ya. Se acercaba el día de nuestra comunión y, esa tarde, habíamos acudido por primera vez al confesionario. Para echar una mano a nuestro párroco en aquellas labores, dado que mi grupo era muy numeroso, habían acudido a la parroquia, de manera excepcional, varios sacerdotes, todos ellos jóvenes. Guillermo y yo habíamos quedado para el final, así que todos los demás chicos se habían marchado ya.
Mientras esperaba, me pregunté si me gustaba aquel lugar, con sus rancios bancos de madera, sus capillas, incensarios y cuadros de vírgenes con los ojos en blanco. Aspiré una bocanada de aquella atmósfera densa de olores a sotana y santos óleos:
-¡Uf!, para ser la casa de Dios es un lugar muy poco acogedor –dije casi en voz alta-.
En aquel rato había estado observando el sagrario sobre el altar mayor. Era una especie de caja fuerte de bronce y mármol en la que, según Don Manuel, nuestro párroco; se depositaba, en su interior, el cuerpo de cristo después del sacramento. A mis nueve años todo aquello suponía, para mí, un misterio imponente. No hacía más que preguntarme cómo es que aquel cofre, tan pequeño, que el cura guardaba allí tras la comunión, podía contener nada menos que el cuerpo de cristo.
Guillermo acabó su confesión y nos reunimos frente a la pila bautismal. Mi amigo metió la mano en aquella pila y cuando yo me acercaba a mirar me lanzó agua a la cara:
- ¡Toma! –Exclamó –¡ya estás bendecido para todo el mes!
Reímos de buena gana y Don Manuel que ya salía del confesionario nos miró severísimo:
- ¿Risas en la iglesia?...-dijo, reprimiendo un grito y marchándose al fin-.
-¿Por qué no les gustará oír risas en la iglesia Guillermo? –pregunté a mi amigo en voz baja.
-creo que es por lo que le pasó a Jesús –dijo Guillermo señalando con la cabeza a la imagen del crucificado del altar mayor. Hace ya muchos años pero aquí siguen de luto.
Guillermo, también conocido por “gordo bellota” entre sus enemigos era, efectivamente un chico grueso, pero era un gordo elegante, con un frondoso tupé que pendía desafiante sobre su frente.
- ¿Y el sagrario? Guillermo, no te parece increíble que allí reviva el cuerpo de cristo- dije, señalando a mi amigo aquel armarito sobre el altar.
-Es verdad –observó Guillermo-, si es como dice Don Manuel, en la cajita que hay dentro está metido el mismísimo Jesucristo.
-¿Y qué hace ahí? Dije yo.
-Pues…debe ser que los curas lo tienen ahí encerrado para que les conceda todos los deseos que ellos quieran –aventuró Guillermo- Así han conseguido todos los tesoros que tienen, mi abuelo siempre dice que los curas viven en la opulencia.
-¿Qué es la opulencia?
-pues no lo sé exactamente, pero creo que es algo que tienen los ricos.
-Entonces Guillermo, si nosotros nos quedásemos con el sagrario, podríamos obligar a Jesús a concedernos lo que quisiéramos.
A Guillermo se le dibujó en el rostro una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Esa es una idea genial Antoñito! Nos llevaremos el sagrario y obligaremos a Jesús a que nos dé, a nosotros también, la opulencia esa.
El plan estaba irremediablemente decidido. Fuimos a hablar con Alvarito Espronceda, un chico de nuestro colegio, que hacía de monaguillo en la iglesia. Tuvimos que darle nuestros cromos de Cruyff que tanto nos había costado conseguir pero, a cambio, Alvarito nos dio la llave que abría el sagrario, donde a su vez se guardaba la cajita con el cuerpo de Jesús que, según Don Manuel, vivía allí.
Alvarito nos ayudó a escondernos en el guardarropa de la sacristía, y allí entre casullas, estolas y otros trapos esperamos a que se hiciera de noche y la iglesia quedase cerrada.
Cuando creímos que ya era momento salimos sin hacer ruido y nos dirigimos hacia el altar. Nuestras sombras se agitaban a la débil luz de las velas en aquel recinto, que en mitad de la noche, aún se me antojaba más tétrico y solemne. Ya frente al retablo sacamos la pequeña llave y abrimos la puerta de aquel sagrario de bronce y mármol.
Allí dentro estaba la cajita metálica, redonda y dorada, que guardaba las formas sagradas. O lo que es lo mismo, el lugar donde los curas tenían encerrado a cristo, lo mismo que un genio en su lámpara maravillosa.
Guillermo y yo nos miramos felices. Nada fue más fácil que sacar la cajita, dejar todo lo demás como estaba y marcharnos de allí sin hacer ruido, por la puerta de la sacristía.
-¡Ya es nuestro! - gritamos eufóricos mientras nos alejábamos de la iglesia.
- Y ahora ¿qué hacemos?- Dijo Guillermo, pues no habíamos pensado donde guardar aquello-.
- ¡A la vaquería! -Dije yo.
-¡Claro! –asintió Guillermo palmeándose la frente.
Entre las ruinas de la vieja vaquería abandonada, que era nuestro escondite y lugar de juegos, guardamos aquella cajita y nos fuimos a casa.
Durante los días siguientes, al salir del colegio, acudíamos a nuestro lugar secreto y allí, frente a la cajita dorada, y siguiendo un elaborado ritual que diseñamos entre los dos; conminábamos a Jesús, con voz solemne, a que nos otorgara con sus poderes mágicos todo aquello que queríamos de él.
-Señor Cristo- decía Guillermo con su voz enérgica. Si quieres ser libre al fin, danos la opulencia, y un parque de atracciones que sea solo para los dos; también disfraces del llanero solitario y un pony para cada uno. Si así lo haces, te libraremos de los curas y podrás ir donde quieras.
Pasaron los días y los milagros no llegaban, así que pensamos que algo habíamos hecho mal.
- Hay que abrir la caja, dijo Guillermo resuelto, debemos habernos equivocado, aquí dentro no está Jesús.
- Un momento - detuve a Guillermo- ¿y si, a pesar de todo, estuviera ahí Jesucristo?, él es como Dios, y a Dios no se le puede mirar directamente a los ojos, te fulminaría con su luz divina, lo leí en un libro,
-Es verdad- dijo Guillermo- pues entonces utilizaremos, esto dijo cogiendo del suelo una vieja botella de vino vacía, la rompió y tomó los dos pedazos de cristal oscuro más grandes.
- Nos protegeremos así, mi abuelo me lo enseñó para poder mirar al sol. Y así, utilizando los cristales ahumados a modo de lentes protectoras, abrimos aquella cajita. Pero no había ninguna luz que nos cegara, allí sólo se guardaban unas obleas de ese panecillo plano y redondo que daban en la eucaristía.
-Claro, dije yo, debimos haberlo imaginado. Si los curas ya tienen la opulencia, ¿para qué quieren más a cristo? Hace mucho que debieron dejarlo libre, pero sin decírselo a nadie, así seguimos pensando que ellos son muy importantes porque cristo les pertenece.
-Los curas nos han engañado, yo ya no quiero hacer la comunión- dijo Guillermo profundamente decepcionado.
-Yo tampoco- dije abatido.
Cuando volvimos a la iglesia, cabizbajos, para devolver discretamente aquella cajita dorada, Don Manuel, el párroco, nos esperaba rojo de ira. Alvarito Espronceda acababa de confesarlo todo (bajo torturas nos dijo, tiempo después, para excusarse). Don Manuel nos tenía a los dos agarrados de la oreja:
-¡No nos haga nada padre, aquí está la caja, ya sabemos que jesús no está dentro!
-Desgraciados- dijo Don Manuel con el rostro congestionado por la irritación- iba a llamar a la policía, pero prefiero no dar un escándalo. Eso sí, voy a hablar con vuestros padres ahora mismo, vuestra comunión queda suspendida, ¡lo peor de todo es que después de dos años de catequesis no os habéis enterado de nada!
Intentaron explicarnos, más tarde, el misterio de la eucaristía y la presencia del cuerpo de cristo en el vino y el pan consagrados por el cura. El caso es que cada vez lo entendíamos menos. Al final renegamos de todo aquello en la certeza de que de la boca de los curas no salían más que mentiras. Finalmente no hicimos la comunión aquel año y Guillermo y yo nos juramentamos para no someternos nunca ya a aquella ceremonia que nos pareció, al fin de todo, inútil y falsa.
4 comentarios:
Me encanta. Me gustan las historias que cuentan travesuras o trastadas de niños. Siempre tienen una moraleja genial.Me hubiese gustado enterarme de la falsa eclesisatica a la misma edad que tus protagonistas. Yo tarde un poco más. Pero si es para bien nunca es tarde.
Con este título es imposible dejar de leer el relato.Fuísteis muy valientes al atreveros a semejante acto. Ahora lo podemos ver como una travesura, pero esos niños a esa edad fueron capaces de desafiar a toda una institución. En realidad era difícil de creer que allí cupiera Xto de cuerpo entero. CIERTAMENTE ERA CUESTIÓN DE FE
Pues verás Carmen, es un relato ficticio, me lo he inventado casi todo. Partí de los recuerdos de mi primera comunión. Recuerdo que el cura decía que lo importante era que debíamos "sentir" como Cristo entraba en nosotros al tomar la hostia consagrada. Yo por más empeño que puse no sentí nada de nada. Es absurdo intentar que un niño asimile conceptos tan complejos y escurridizos como el sacramento de la eucaristía. Desde entonces desconfié de la Iglesia,de los dogmas y de las religiones organizadas, pero sí creo en la espiritualidad como una vivencia que trasciende las barreras del mundo físico. Una búsqueda interior que te lleva a perseguir la mejor manifestación de ti mismo. Además creo que un escritor que trabaja exclusivamente desde un esquema racionalista y estrictamente material probablmente sea un escritor que a mí ni me apasione ni me interese.
Estoy de acuerdo contigo, Carlos. Un escritor debe tener razón y corazón.
Un abrazo.
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