Recuerdo cuando tenia doce años y escuchaba los cañones del bando contrario, recuerdo cuando madre dijo que padre estaba enfermo y no podía salir a buscar comida.
Llevábamos dos días alimentándonos con pan, estaba tan duro que sólo lo podíamos masticar mojándolo con agua. Pocos días después también nos la racionaron.
Recuerdo a madre entregándome otros pantalones para ponérmelos encima de los que llevaba puestos y ayudándome a sujetar con una cuerda a la cintura, la chaqueta de mi padre. Los brazos me desaparecían dentro de las mangas y los faldones me llegaban hasta las rodillas.
Madre me abrazó queriendo infundarme fuerza y valor- Ignacio, prométeme que si suenan las sirenas de los bombardeos te meterás en un refugio- exclamó llevándose el delantal a los ojos.
Era enero del 1938, por culpa de la guerra me había hecho mayor antes de tiempo.
Con una gorra mugrienta y unos guantes raídos salí a la solitaria y oscura calle. Guardaba las manos en la chaqueta y escondía la cabeza entre las solapas, para protegerme del frío, para esconder unas lágrimas de terror que un hombre no debía derramar.
Bajé hacia la estación, sorteando las cañerías que como muertos vivientes pugnaban por salir del empedrado levantado por las bombas. Notaba como el agua helada se iba filtrando por las grietas de mis botas viejas. Y a lo lejos esporádicamente un tiro, un resplandor, una explosión sorda.
Quería llegar a tiempo para coger un tren que pasaba cerca de una antigua fabrica de conservas. Según Sebas, una bomba había destrozado las instalaciones, la noche anterior, y debido al estado de los raíles, el tren casi se detenía al pasar por allí.
Recuerdo aún a mi amigo. Poco días después jugando, cogió un artefacto de la calle, murió al estallarle una granada en las manos.
Subí con rapidez al techo de uno de los vagones, allí se encontraban tendidos, hombres y chavales tan conmocionados como yo, sin saber que le deparaba la noche, la guerra, la vida..
Miraba al cielo cerrado, con un resplandor intermitente, tan artificial como mortífero. Yo me intentaba esconder fundiéndome con el metal gélido del vagón.
Conseguí apearme cerca de las ruinas y cuando me hice a la oscuridad observé que unos perros me enseñaban los dientes, estaban devorando unos restos de latas destrozadas.
Cogí una barra de metal retorcido, y a base de palos conseguí alejarlos. Creo que la adrenalina me impedía pensar en lo que estaba haciendo.
Una mano la utilizaba para remover la basura con el palo lleno de sangre, con la otra me secaba las lágrimas y me retiraba los mocos de la cara. Fue entonces cuando la providencia quiso darme un consuelo, encontré un buen número de latas semienterradas, cerradas herméticamente.
Llené un pequeño saco de arpillera, todos los bolsillos, y la gorra con la comida. Camuflé el lugar lo mejor que pude.
Volví a mi casa andando, aterido de frío y con el corazón en un puño. Miraba continuamente a un lado y otro para asegurarme que nadie me seguía, que nadie me robaría el botín.
Me recibieron con alegría, quizás vi o imaginé en los ojos de mis padres orgullo y en los de mis hermanos admiración.
Tuve que regresar varias veces a la fábrica. Y recuerdo aquella noche del 25 del enero. Me extrañó que en los techos de los vagones no fuera nadie, me extrañó el silencio que reinaba y respiré profundamente dando gracias por esos momentos de paz.
¡Y la vi! , Una cortina multicolor se abría en el cielo. Era imposible tanta belleza, tanto color en unos momentos donde el gris, el verde caqui y el color de la sangre cubría toda nuestra existencia. Aquella sábana luminosa parecía que jugaba conmigo, se acercaba con unos colores ¡tan vivos!, azul, amarillo, violeta.., Me envolvía y se retiraba con otros, naranja, verde claro.., Me quedé ensimismado y me pasé de largo la fábrica.
Tuve que andar unos kilómetros más, pero esa noche no me importaba nada. La vida me había dado un respiro, me había llenado el alma de fuerza.
Al principio, cuando se lo quise contar a mi familia pensaron que estaba delirando. Después, aquel suceso alimentado por otros testigos, se convirtió en toda una serie de presagios fatalistas, o también, ¡porqué no!, en un signo de esperanza.
Cuarenta años después, en un mercadillo de Sevilla encontré un periódico de la guerra civil. Informaba que el 25 de enero del 38, a una latitud tan baja como Madrid, se había podido contemplar un fenómeno atmosférico tan extraordinario como la Aurora Boreal.
Me llevé el periódico a casa, recorte el artículo y lo guardé en un sitio privilegiado de mi cartera.
Hoy siete de diciembre del 92, lo saco por última vez de la cartera, ya amarillea y está un poco descolorido, se lo enseño por primera vez a una persona. Me desahogo casi llorando de todos los fantasmas que me han acompañado en las sombras durante tantos años: Espectros de las calles destruidas, de los vagones fríos, de los perros muertos, de los seres queridos desaparecidos en aquella locura humana.
2 comentarios:
Un relato cautivador y estupendamente escrito. te transmite la sensación de que todos alguna vez (aunque solo fuera en sueños y pesadillas) hemos sido como ese niño. me encantan las descripciones,está lleno de frases magníficas. la tenacidad por la supervivencia en quien por su edad, debería estar jugando feliz, lleno de ilusiones infantiles.La guerra de fondo, el hambre, la disputa de la comida con los perros. y ese encuentro con la belleza que un alma sensible sabe valorar en medio del caos y de la terrible fealdad de la guerra. Es un relato muy visual,me lo imagino como una película, sería un cortometraje estupendo. Esta Matilde nuestra cada día escribe mejor.
La guerra.Tan cruel, tan injusta-sobre todo para los niños-pero como la muerte, tan necesaria para el equilibrio de la humanidad. Esto es fácil decirlo cuando a tí no te toca, pero es una forma como cualquier otra de provocar el caos para que se establezca el orden. No se si me entiendes, pero aparte de esto la historia me parece fantástica y has sabido darle vida con tu magnífica forma de escribir.
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