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Nadar en tus ojos, por Matilde López de Garayo.



¿Cómo desearía  nadar en tus ojos
pero  mi cuerpo no tiene escamas,
y no  hay mar en  tu mirada?

¿Cómo ansiaría volar en tu sonrisa
pero  la vida no me da alas
y en tus labios no hay distancia?

¿Cómo dormiría en tus manos
si mi mente no descansa
y tus dedos no me atrapan?

¿Cómo podría respirar en tu piel
si no soy más que una sombra
y tu alma no me alcanza?

Nado tanto en el desierto,
como vuelo en el vacío
como duermo en la ausencia
como respiro en la nada.

Deseo batir mis alas,
y agitar mis aletas
cabalgar en tus sueños
y respirar  tu camino.

Llegar a tus sentimientos
Sin ser un pez moribundo,
ni  un ave fatigada
sin ser un sueño angustiado,
ni una respiración apagada.

Llegar, y cobijarme
embargada de  tu fuerza
Y sentirme, el color iris de tus ojos
Y de tus labios, terciopelo de palabras.

Custodia compartida, por Matilde López de Garayo.



EL TC CONSIDERA QUE LA LEY DE CUSTODIA COMPARTIDA “NO PERJUDICA EN NINGÚN CASO AL MENOR” ABC  C.VALENCIANA 29/11/2011


 ¡Por fin nos estamos concienciando hombres y mujeres, padres y madres de que la Naturaleza es sabia!

Si estando en el vértice de la evolución, y la madre Naturaleza nos ha creado  macho y hembra, ¿Por algo será? ¿No?

Sabemos que el sexo es gratificante, produce endomorfinas tan necesarias para sentirnos bien. Sabemos que a lo largo de la historia se ha utilizado como instrumento para manipularnos o para someternos con la amenaza  de la  condena eterna, Pero a veces olvidamos que los dos sexos aportan  unos valores diferentes al niño, en el desarrollo de su personalidad.

Somos hombres y mujeres porque el niño necesita un padre y una madre, ¡Sí! ¡Sí!, Un padre y una madre, y me dirijo especialmente  a los  machistas, que se creen que la crianza de un hijo es obligación de la madre, o a las  feministas, que piensan que por haberlos parido son de su propiedad.

¿No creéis que en estas disertaciones nos olvidamos de “algo”, ¡Perdón! De alguien muy importante, ¡Los hijos, los niños!

¿Es qué esas personitas, proyecto de un adulto, ¡Bueno!, Algunas no tan pequeñas, no cuenta a la hora de la separación de sus padres?, ¿Su bienestar no debe de ser la razón más importante a la hora del acuerdo de separación?  

¿No deberíamos dejar a un lado las rencillas, los rencores, los intereses económicos y centrarnos en lo que el niño sufre cuando se rompe la convivencia conyugal? ¿Porqué, si la pareja  se disuelve, el padre tiene que quedar relegado con relación a sus hijos  a un papel de ciudadano de segunda?, ¿Porqué  la madre tiene que desempeñar el papel de padre? un papel que la Naturaleza no le ha concedido.

El consenso mutuo, la custodia compartida, ayuda a que los niños no vivan la ruptura  de los mayores como la desaparición de su papá de manera regular, así como  la carga excesiva de responsabilidad de su mamá. Papá se vuelve un extraño temporal y a la vez permanente, mamá una histérica constante, y el niño, con sus espalditas tan pequeñas debe cargar con el peso del egoísmo de sus mayores.

Continuamente vemos las carencias de los hijos uniparentales.

¡Hagamos un acto de contrición!, Aunque sea por ellos y seamos más civilizados, demos a cada progenitor la oportunidad de ejercer bien su función y así conseguiremos que los dibujos de los niños de padres separados no sean un reflejo de su sufrimiento, que los bracitos alargados y delgaduchos que dibujan intentando acercar a sus padres sean cada vez más cortos.

La vida, la convivencia entre adultos es compleja, no ayudemos a qué la de nuestros hijos sea aún peor.
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Consecuencia de una mala elección, por Carmen Gómez Barceló.



El pasado sábado once de Febrero, Witney Houston moría en la habitación de un hotel. Se está investigando la causa, pero posiblemente haya sido el resultado de una elección equivocada. Descanse en paz una buena persona que tuvo la mala suerte de toparse en el camino con un imbécil. ¿Qué es una buena persona? Hay diferentes respuestas a esta pregunta.

Se dice que alguien que se denomina así es simplemente un mendigo de amor. Sí, que realmente se involucra en causa nobles porque en realidad él es quién está necesitado de cariño, de atención o de reconocimiento.

También he oído que una buena persona no está en verdad movida por sentimientos altruistas, sino que quizás inconscientemente, esté buscando un grupo débil, donde él se sienta poderoso. Es como esconder un complejo de inferioridad.

Posiblemente estos perfiles existan, pero yo me inclino por otro. Verdaderamente hay seres humanos buenos y nobles por naturaleza. Esa bondad les hace acercarse a personas con problemas con la intención de ayudarles. Esto les hace felices, pero también muy vulnerables ya que empatizan de tal forma con  el prójimo, que llegan a hacer suyos los problemas del otro.

Este tipo de gente está expuesta a muchos peligros especialmente a la hora de enamorarse, ya que generalmente lo hacen de personas en situación de riesgo de una forma o de otra. Es posible que así empezara la relación de Witney Houston y Bobby Brown. Una buena chica, joven, guapa, triunfadora, se enamora de un guapo y embaucador cantante de hip hop.

Él  está inmerso en un mundo muy particular. Es un rapero. Dentro de esta tribu urbana existen diferentes  maneras de expresar su filosofía. Parte de este colectivo se limita a denunciar desigualdades sociales a través de sus rimas. Otros, constituyen un gueto  infranqueable, cuyo poder resulta de la suma de sus desgracias. Su estandarte es el resentimiento y la marginación. Se regodean de ello.

Son excluyentes. Aunque critiquen a la sociedad porque les deja al margen, en realidad son ellos los que tienen a gala, que nadie que no esté catalogado de marginal, entre en sus filas. Bobby, además es drogadicto y Witney no solo no consigue rescatarlo de sus adicciones sino que además se hunde con él. A causa de ese enamoramiento  que a veces deja al ser humano ciego y sordo, cae en picado hasta el abismo donde sufre malos tratos y vejaciones además de una dependencia total de su verdugo y de la heroína.

No sabemos hasta qué punto ella estaba ya muerta en vida, la única verdad es que en el jardín del gospel donde tantas veces cantó de niña, hoy falta una flor.
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El equipo local, por Carlos J. Fernández.

Una tarde de domingo  un niño va al fútbol. Camina hacia el estadio de la mano de su tío, y el hermano mayor del niño camina junto a él, a su izquierda. Mucha otra gente avanza en la misma dirección, y esta gente, en su mayoría está compuesta de grupos que son entre sí hermanos, tíos y sobrinos, padres e hijos, nietos y abuelos. También van grupos de gente que no son familia entre ellos; serán amigos, vecinos o compañeros de trabajo. También hay algunos que caminan, solitarios, hacia el estadio. Una multitud compuesta en su mayoría por personas del género masculino. Es una época, hay que decirlo, en la que las mujeres apenas van todavía al fútbol.
Muchos llevan bufandas al cuello con los colores del equipo local. También los hay que llevan cornetas de plástico alargadas. Otros se envuelven en banderas, colocadas  como una capa sobre los hombros, o bien anudadas a la cintura a modo de falda que cae sobre el pantalón. Algunos además de llevar cornetas, banderas y bufandas llevan también: Silbatos, gorras, maracas, megáfonos, tambores   la cara pintada en colores.
Al niño del que hablábamos al principio, en realidad no le gusta el fútbol. Lo que ocurre es que lo llevan, sin más, siempre que hay partido, él tampoco se ha negado nunca. La situación es esa; que, no recuerda cómo, un día empezaron a llevarlo y ya está. El niño tiene asumido que dos domingos al mes toca ir al fútbol, dos veces al mes no es mucho. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio.
A lo mejor no es tanto que no le guste el fútbol, como que no lo entienda. Su hermano mayor, en cambio, sí que parece entender todo eso de la calidad técnica de los jugadores y demás sutilezas y, este deporte, es lo que más le gusta en el mundo, y a su tío, que es quien los lleva, lo mismo. En cambio, el fútbol, para él, visto desde la grada, es un espectáculo borroso. Desde allá arriba los jugadores le parecen muñequitos de colores. Y el balón, el niño, que es miope, apenas casi lo ve. Pero todos los que le rodean allí parece que sí, que no solo ven a los jugadores perfectamente, sino que incluso distinguen quien es cada uno de ellos y los mencionan por sus nombres. El que menos, descifra el número que llevan en la camiseta, a la espalda. El niño, de puro miope, ni siquiera eso.
Cuando llega el gol del equipo propio, la gente se despega del asiento de plástico bruscamente y da saltos, como si en todo el graderío se hubiese activado, al instante, una parrilla ardiendo y el público sintiera que se le quema el trasero y los pies. Justo antes de ese momento, con la jugada del gol en ciernes, sólo se oye un rumor expectante que va ganando intensidad, como un cohete que calienta  motores y después, con el gol ya hecho realidad, despega con violencia un clamor que se propaga en todas direcciones. Su eco se va atenuando después,  poco a poco, en un nuevo rumor con una intensidad inversa a la anterior.
Pero en aquel momento, cuando llega el gol, es cuando se abrazan todos, se felicitan, saltan y gritan. El niño también es zarandeado y le gritan eso de: ¡¡¡Goool!!! Algunas bocas muy cerca de su oído, y ve rostros desencajados y ojos fuera de sus órbitas.
Él la verdad no cree que sea para tanto. Pero como ve que si no hace lo mismo desentona mucho, se dedica a imitar a los demás. Como si, también para él, el gol fuese lo más maravilloso de la vida.
El niño, como se ha dicho, no cree que sea para tanto, ni siquiera cree que entienda el fútbol. Y en realidad el equipo local, le da lo mismo.
Pero resulta que, llega un momento, en el que tener que ir al estadio, nada menos que dos veces al mes, ya le va pesando.
Para entonces el niño ha comprendido que, en realidad, el fútbol, ni le gusta ni lo entiende. Ni cuando lo ve en el estadio, desde la grada, ni cuando lo ve en el televisor de su casa. Pero hay un pequeño problema; Ahora todo el mundo piensa que a él le gusta el fútbol, y él, a su vez, piensa que sería molesto desengañar de pronto a todo el mundo. Al fin y al cabo, a su edad, ya se ha construido una imagen, y cree que lo coherente es mantenerse fiel a esa imagen.  Así que sigue yendo. Con resignación, como el que va a trabajar y no le gusta su trabajo. Pero ya va pesando sí, tener que aguantar todo aquel numerito de la falsa alegría, los saltitos, el abrazarse a diestro y siniestro. Porque cuando llega el momento del gol, hasta los desconocidos le abrazan. De modo que acaba agotado tras cada partido, aturdido, con los oídos zumbándole a causa de los gritos y  los bocinazos. ¡Qué cansado es fingir alegría y entusiasmo cuando uno no los siente! acaba por descubrir el niño.
De manera que, cuando está en el estadio, por lo que suspira ya es porque el famoso gol a favor, o goles, todavía mucho peor si hay goleada, no llegue nunca.
Cuando el niño es ya un adolescente decide que hasta aquí hemos llegado y que no va más al fútbol y que le da igual aquello de la imagen.
El adolescente se convierte en un hombre y, con los años, descubre que ahora resulta que sí, que disfruta, y siente cierta exaltación, no ante el fútbol en sí, que sigue sin interesarle, sino por el triunfo de los equipos de su país en las competiciones internacionales. Y sobre todo, por los triunfos de la selección nacional. Será que ha desarrollado un espíritu de tribu que antes no tenía.
 Lo que pasa es que ahora, le cuesta mostrar alegría públicamente, cuando sigue con otras personas, a través de la televisión, un partido importante en el que un equipo de su país sale triunfante.
 Recuerda toda aquella exaltación escandalosa del gol, de los abrazos, de los gritos, por una cosa tan tonta. Le importuna que los demás, después de que él aborreció y renegó públicamente de todo aquello, le descubran en una actitud de celebración exultante. Porque ahora tiene otra imagen y piensa, nuevamente, que es importante ser consecuente con la imagen propia.
Llega el día en el que la selección nacional consigue meterse, nada menos, que en la final del Mundial de fútbol. Esta vez el hombre quiere ver el partido sin contener sus emociones, la ocasión lo merece. Si su selección gana, quiere saltar, abrazarse, siquiera fugazmente, a los que tiene al lado, gritar,  revolcarse por el suelo si le apetece. Así que le dice a su mujer que unos amigos le han invitado a ver el partido juntos. Sale de casa y lo que hace, en realidad, es irse él solo, lejos, a un local en la otra parte de la ciudad.  Seguirá el partido en un bar de un barrio lejano, en el que nadie le conoce. El local no está lleno a rebosar, pero hay un buen grupo de gente se ha reunido allí.
Desde el inicio del partido el hombre, jalea al equipo de viva voz, corea con los demás los remates a puerta, las ocasiones de gol fallidas. Vibra con la tensión del partido y salta indignado, al unísono, con quienes le rodean, ante las injusticias del árbitro.
Cuando, ya en la prórroga, llega el gol que le da la victoria al equipo y el título Mundial, el hombre desata todo el repertorio que lleva dentro, salta, grita como un demente, se abraza a los desconocidos, y finalmente se tira al suelo, de espaldas con los brazos en alto, como quien acaba de descargar una tensión acumulada durante años. El hijo del dueño del local, un niño que está sentado sobre la barra, con las piernas colgando, se ha detenido a observarlo, atónito, mientras piensa: Cómo puede alguien ponerse así por una cosa tan tonta.

El Martes, por Carmen Gómez Barceló.


Los ojos de Iker quedaron literalmente pegados al telescopio. Miró a sus compañeros y pusieron en marcha el protocolo.

-Recordad, “No existe alarma”. Cuando salgamos de aquí, cuando se cierre esta puerta, nos olvidaremos de lo que hemos visto. Con un poco de suerte nos volveremos a ver el próximo Martes. Será la señal de que no ha sucedido.

-¿Es todo?-inquirió Iván.

-No hay tiempo de nada más.

Iker, salió el último del edificio, miró al cielo una vez  más…y se fue.

De camino a casa, pensó en su mujer. Esta vez hablaría con ella en serio. No podía demostrar nada, pero intuía el engaño en cada detalle.

Desde aquél día en  el que  llevó a Julia, su mujer a la inauguración del observatorio y le presentó a Iván, su compañero, ella había cambiado. Él no podía decir donde ni cuando, pero estaba seguro de que ambos le engañaban de una forma que él no sabía explicar.

Últimamente, Julia llevaba gafas oscuras. Era imposible verle los ojos. Ver a donde ni a quién miraba.
Se arrepentía una y otra vez de haber brindado su casa a Iván.

Su compañero no había encontrado alojamiento en la isla y desde el día de la inauguración se quedaba en casa de Iker, ya que este se la ofreció mientras que encontraba un sitio donde vivir. Al poco tiempo, Julia se había ido de la habitación conyugal aludiendo problemas con los ronquidos de su marido.

A ella le gustaba dormir con la puerta cerrada a cal y canto, sin embargo  algunas noches cuando él se despertaba y se dirigía a la cocina para tomar un poco de leche, observaba que la puerta de la habitación de Julia permanecía entreabierta.

Le hubiese gustado entrar de golpe para ver no sabía qué, pero su amor propio se lo impedía.

La estancia de Iván en su casa, había conseguido trastornarle de tal forma, que estar allí era una verdadera tortura. Solamente encontraba la paz  cuando llegaba al trabajo y quedaba absorto, observando el cielo a través del telescopio, o intentando descifrar los datos que le proporcionaba la computadora. Esta también se había vuelto loca.

Empujado por los acontecimientos, no tuvo más remedio que permanecer en casa el Domingo y el Lunes. Pensó de repente que quedaban pocas horas para que llegase el Martes. ¿Para qué iba a hablar con ella? Para que le confirmara qué. Para que le desmintiera qué. Total, para qué. Quizás el Martes sea el último día.

Si  finalmente no es el último día, entonces tendré que tomar una determinación. Hablaré al fin con ella y me iré de casa. Pero si después de todo no son más que imaginaciones mías, entonces será al psiquiatra donde me veré obligado a ir.

De todas formas, el Martes será un día clave. Si no es el fin de todo, sí que será el fin de mi tormentosa realidad. 
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Un acompañante singular, por Matilde López de Garayo.


Me quedé con las invitaciones en la mano, mi amiga no podía asistir.

 Era una lástima desperdiciar la ocasión de escuchar un buen concierto. Miraba las cartulinas y les daba  golpecitos  contra una mano, mientras  pensaba a quien podía invitar.

María, Jaime, Lola.., ¡Santi!,  Santi seria una buena elección

Conociéndole, me empapé en la wikipedia las características del piano, y la flauta. ¡Lástima, que no conocía las obras que iban a interpretar!, Hubiera sido magnífico exhibirme delante de él. Siempre le gusta contarme historias de lo que ha leído o aprendido cuando coincidimos en las escaleras.

Me encantan esas gafas que le dan un aspecto tan intelectual, Es de esas personas interesadas por  la cultura.

A las siete y media llamé a su puerta, me abrió Rocío y me dijo:

-Está preparado desde hace una hora, ¡nerviosito perdido! – Salió de detrás de ella  y se despidió con un beso. Nos subimos al coche.

-¡Ponte el cinturón!

-Siempre me lo pongo, ¿sabes cuánta  gente se ha salvado gracias a llevarlo puesto?- Me dice, inclinándose  hacia delante para que le oiga mejor, a la par que mete el enganche.

-¡No sé Santi!, Pero  conozco a gente que le ha salvado, y otras que por desgracia han muerto por no llevarlo puesto.- Pienso que es un comentario duro, pero a veces, saber que el peligro está cerca   los hace ser más prudentes.

-¡Oh!, ¡Vaya! – Y se queda durante un rato en silencio. Le ha debido afectar. Aunque no alcanzo a verlo siento que me mira con sus gafitas un poco triste. Soy una bocazas. Intento quitarle importancia y comienzo con mi lección aprendida.

-El concierto es de piano y flauta travesera, no sé si te lo había dicho. He estado leyendo, ¿sabes que el piano se  inventó en el 1.700?, aunque sus antecesores eran la cítara, el monocordio, el dulcémele, -que es un instrumento de los Apalaches- el “calvicardio”.

-Es clavicordio- me corrige enseguida.

-Ya lo sé- Me ha pillado, ¡Dichosa dislexia!, Pero no quiero quedar mal y le contesto - ¡Era para probarte! – Y a la vez pienso: No necesita probarme nada, ¡sabe de todo! Y prosigo:

-Es un instrumento de teclado. La flauta se conoce desde hace 25.000 años, se han encontrado como unos silbatos de hueso..,  ¡A ver! ¿Qué sabes tú de la flauta travesera?

-Es un instrumento de madera.

-¿No es de metal, de viento? – Ahora sí que  le estoy pinchando.

-¡No!, ¡No sabes nada!, Es de la familia del clarinete y del oboe-  Y pienso ¡Bueno!, Me está llamando ignorante. Le perdono, porque es lo que es. ¡Menos mal que hemos llegado al Centro Cultura!, Sino me acribilla con su intelecto.

Hay  mucha gente esperando. Pero nos colamos y conseguimos   sentarnos en segunda fila. Los asientos son cómodos. Ya me había dado cuenta en los  otros conciertos. Le miro de reojo, parece que le gusta, porque está muy callado mirando a su alrededor y al escenario, donde solo hay un piano, un taburete, los micrófonos y los atriles con las partituras .

-Yo ya he visto varios conciertos aquí, ¡Son gratis!. Es mucho mejor cuando les ves tocar- Le comento. Salen los músicos, y aplaudimos. Empiezan a tocar. Siento como me emociono al escuchar la flauta, es como si su melodía  me sedara. Me esfuerzo en separar su sonido de las notas del piano. ¿Cómo pueden coordinar la respiración, la intensidad del aire, cada dedo por un lado...?, ¡Bueno! Todos los instrumentos me parecen difíciles de tocar, incluso el triángulo.  Salgo de mis cavilaciones.

-¿Te gusta?- Le digo al oído.

-¡Schisssss!- Me da por contestación. Y mientras trascurre el concierto le miro con disimulo. Está totalmente concentrado, incluso cuando termina una de las canciones susurra: ¡Más, más! Me lo estoy pasando en grande, por la música y por el entusiasmo que detecto en él.

Cuando acaba el concierto la gente empieza a aplaudir y a levantarse. El no se corta y aprovechando que está en el lado del pasillo,  sale al centro y sigue aplaudiendo. Los músicos desde el escenario sonríen y  le saludan. Veo que se emociona porque me mira un poco vergonzoso al darse cuenta que por un instante ha sido protagonista. Cuando nos obsequian con la última cortesía me mira, cree que se la tocan a él

No hablamos en el trayecto de vuelta, es como si nos  deleitáramos aún con el recuerdo cercano de una música que nos ha subyugado.

Llegamos a su casa y llamo al timbre. Le digo:

-Bueno, te vas a apuntar a otro.

-¡Pues claro!.

Rocío nos abre en bata y le pregunta - ¿Te ha gustado? -  Le da un beso. El sólo le contesta con varios movimientos afirmativos de cabeza.

-Gracias, Matilde. ¡Mira que..!, ¡En vez de irte a tomar cervecitas..!

-Ha sido un placer- y le guiño un ojo a Santi, él me contesta con un gesto de complicidad.

Antes de que cierren la puerta veo como Rocío se inclina para volver a besar a su hijo de nueve años.   

Aguas revueltas, por Caura Marín.


Al amanecer en invierno cuando el cielo está entre amarillo y azul, Emeterio despertaba antes de abrir su librería a sus cinco hijos, para ir unos al colegio y los dos mayores al instituto.  Era muy considerado y no despertaba a su esposa, Mireya, ya que durante  el día a ésta le quedaba mucha tarea en la casa.

Vivían en un pueblo de la costa en una casa sin calefacción, donde la humedad lo traspasaba todo. Sus llamadas muchas veces eran infructuosas, porque cuando habían conseguido calentarse el cuerpo, con el sin fin de mantas y los gruesos pijamas de franela que Mireya se afanaba en comprarles no había más remedio que levantarse.

Pedro y Luis, los mayores, ese año iban a hacer el examen de selectividad y si lo aprobaban, irían a la universidad.

Luis quería estudiar Filología Hispánica, según su familia quería hacer esta carrera porque tenía alma de bohemio

Por otro lado Pedro, más pragmático, se decantaba por estudiar Derecho.  Era en el que más confiaban sus padres y amigos. Tenía novia, una preciosa morena llamada Gabriela.

A Luís le gustaba tener el pelo largo, vestir desaliñadamente, escuchar mucha música y escribir algunas “cosillas”. Incapaz de enamorarse de alguien como Gabriela, una chica muy “pija” que gustaba ir a la moda, pero discretamente. Ella iba a misa y quería tener muchos niños con Pedro.

Cuando los tres: Gabriela, Pedro y  Luís aprobaron el examen de selectividad. Ambas familias consideraron que lo más conveniente para estudiar sus respectivas carreras era alquilar un piso en la capital.  Ya que el pueblo distaba ciento veinte kilómetros de ésta.

Todos pensaban que la convivencia de los tres iba a ser imposible, y así sucedió.  Pedro y Luís a los dos meses de vivir juntos ya no se hablaban. Porque Pedro creía que el bohemio de su hermano miraba  con otros ojos a su preciosa novia.

Y no es que esto fuera una suposición, sino que Gabriela cada vez estaba más ilusionada con Luís.  Todas sus “rarezas” empezaron a gustarle. Ésta poco a poco cambió de forma de vestir y de peinarse.  Comenzó a dejar de lado sus sesudos libros de Derecho y apetecerle más la literatura y escuchar con pasión la colección de discos en vinilo de jazz que tenía Luís.

Pedro muy enfadado, llamó a su padre y le dijo que abandonaba la carrera.  Éste muy sobresaltado por la decisión de su modélico hijo le preguntó por qué y el hijo le contestó:

-        Por incompatibilidad de  caracteres y porque las aguas entre mi hermano y yo están muy revueltas.

¡Comprendes paaapaaá!!!

Es cuestión de paciencia, por Marichón Castillo.




Ha llegado el día. Son las ocho de la mañana. Abro la puerta del aula tres en el instituto de enseñanza secundaria obligatoria, Jorge Manrique.

 Allí están. Veinticinco cabezas locas ingeniándose la forma de terminar con mis nervios a la primera de cambio.

No me daré por vencida. He luchado mucho. Por fin, el sacrificio de estar fuera de casa durante tanto tiempo me ha sido recompensado. Estoy en mi tierra. Con mi familia. Con mi gente. Este es mi hogar.

Los alumnos me reciben en plena batalla. Vuelan papeles, Bolígrafos. Lápices. Cuadernos. Incluso el libro de literatura se estampa contra la pizarra pasando a escasos centímetros de mi cara.

 No me asusto. No me vengo a bajo.

 Dejo mis cosas en la mesa. Me pongo delante de ellos para presentarme.

Lo primero que les pido es que apaguen sus móviles y que presten atención a mi exposición.

Les explico en que consiste la materia que les impartiré y  el temario de los dos próximos trimestres.

Siguen sin prestarme atención.

Tampoco les culpo.En plena adolescencia lo que menos les preocupa es quien escribió esto o aquello otro.

Recuerdo cuando yo tenía su misma edad. Las inquietudes que me atormentaban eran la popularidad entre mis compañeros de clase. La vestimenta con la que sorprendería al chico que me gustaba y ser la ganadora de la maquinita de tetris que se encontraba en los recreativos..

No me preocupaba el dinero.No me preocupaba la salud. Tampoco me preocupaba llevarme bien con mis padres.
Transcurren los cincuenta minutos de clase.

He conseguido llamar la atención de tres alumnos.Los demás se han limitado a charlar, reírse y mandarse mensajitos por el wasap.

Lo importante es que yo he conseguido  dar mi asignatura sin sobresaltos. Sin angustia. Sin nervios.

Mañana regresaré a la misma clase. Con el mismo ánimo. Con la misma fuerza.

Quien sabe. Quizás consiga que en lugar de tres alumnos me presten atención trece.

Es cuestión de paciencia.

De lo que te encuentras, por Marichón Castillo.


Cándida pasea por el bosque descalza. Su intención es ponerse en contacto con la madre naturaleza a través de la energía que recibe en sus pies.

Pisando  hierba. Hojas secas. Humedecidas por el rocío de la mañana. Oxigenando su sangre con el frío que entra por su nariz puntiaguda. Expandiéndose en sus pulmones. Llenándolos de vida. Agudizando sus sentidos. Relajada. Encontrando su paz interior.

Han transcurrido cuarenta minutos de caminata cuando escucha algo tras de si.

-        sssshhh, ssshhh

Alguien está intentando llamar su atención.

-        ssshhh, ssshhh

Cándida se gira pero no logra ver a nadie.

-        ssshhh,ssshhh

-¿Hay alguien ahí? Pregunta Cándida.

-        Si, estoy aquí.

-¿Quién me habla? No veo a nadie

-        Aquí. Estoy aquí abajo.

-        ¡ Oh Dios mío! ¿ Eres tu quien me habla?

-        Si, soy yo.No te asustes por favor. Necesito tu ayuda.

 ¡Pero que locura es esta! Mi hermana tiene razón. Estoy perdiendo la cabeza. No he debido dejar  de tomar las pastillas que me recomendó el médico.

-      No estás loca. De verdad que necesito que me ayudes. Ayer por la noche me caí a causa del fuerte viento. Necesito regresar a mi hogar antes del atardecer.

(Cándida, aún incrédula pensaba para ella.)

Tiene el gesto triste.Envejecido.Cansado. Lleva millones de años haciendo el mismo trabajo cada noche. A pesar de no ser vista durante unos días. Ella siempre está observando. Nos guía. Nos ayuda. Nos acompaña. Transmite serenidad.

Cándida está decidida. La ayudará.
  
-        No se como hacer para que regreses.

-        ¡ No te apures! Solo tienes que lanzarme hacia arriba con todas tus fuerzas.

-        Me encuentro muy débil. Tengo pocas fuerzas. Caerás al suelo otra vez.

-Piensa que eres capaz de hacerlo. Ten fe. Cree en ti.

Así lo hizo. La cogió con dulzura.De la misma manera que se coge a un bebe recién nacido. Le dio un beso y le regaló su mejor sonrisa.

-        Ahí vas, mi amiga. Suerte y buen viaje.

La lanzó al cielo con todas sus fuerzas. Consiguió que la Luna regresase a su hogar.

Desde entonces, Cándida pasea por las noches. Si se siente sola, solo tiene que mirar al cielo. Sabe que su amiga siempre la acompaña.
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El continente perdido, por Carlos J. Fernández.

Nunca olvidaré aquel domingo de marzo, hace ya más de cincuenta años, en el que, por primera vez, y de mala gana, tuve que hacerle compañía; Gesualdo permanecía correctamente sentado en su butaca del cine: Rígido, escandalizado por el bullicio selvático que lo rodeaba. Un muchacho de diez años Perfectamente peinado y perfumado, con los brazos cruzados sobre el pecho. El gesto serio, la camisa bien planchada, el corbatín azul, el pantalón corto y los mocasines negros.

Cuando yo era niño solía acudir a la matiné infantil que se organizaba en el cine del barrio los domingos. Las películas solían tratar sobre las aventuras de Tarzán, el zorro, Fantomas, o bien sobre héroes de la edad antigua; héroes de túnica y musculosos gladiadores.

Pero, previamente a la proyección de la película, un trío de payasos, desde el escenario, envolvía ya el ambiente de un aire de fiesta con su función de magia, sus teatrillos cómicos y sus pequeñas rifas. Todo ello buscando la participación de los pequeños, sacando a algunos de entre el público y divirtiéndonos a todos, o… a casi todos: Fue Gesualdo, quien me hizo ver, por primera vez en aquel día, que aquellos payasos, como la película que se proyectaba a continuación, lo eran de serie B: Payasos con disfraces raídos, cuyos colores, en otro tiempo resplandecientes y perfilados se confundían ahora en una amalgama borrosa y apagada. Me hizo notar el sudor, que resbalaba por sus rostros, desbaratando el polvo blanco con el que pintaban sus caras. La incipiente sombra de su barba despuntando sobre el maquillaje; los antebrazos peludos que asomaban entre las mangas grandes y los guantes blancos: Todo ello traicionaba ahora, ante mis ojos, la cualidad que antaño yo les había atribuido de seres ingenuamente asexuados y angelicales. Criaturas fantásticas a los que suponía sin vida propia más allá del telón. Ahora descubría que eran hombres de carne y hueso, que recibían un sueldo por hacer lo que hacían: y todo ello me lo reveló, con el frío raciocinio que le distinguía, Gesualdo: Mi recién atribuido amigo.

El patio de butacas y los palcos rebosaban de una multitud infantil que se había liberado por unas horas del rígido manual de urbanidad que era, en aquellos tiempos, el catecismo de padres y educadores. 
Los adultos tenían prohibida la entrada a esas sesiones, y la euforia de saberse liberados de toda autoridad, hacía que muchos se dedicaran a saltar  sobre las butacas, burlarse del presentador del espectáculo, patalear o  arrojar a las filas delanteras, bolas de papel y botellines de gaseosa. Todo lo invadía un aullido de voces agudas que reverberaba en la cúpula del viejo cine, como en un ejercicio espontáneo y desatado de catarsis infantil. Una liberación del envaramiento, académico y disciplinado, que se les exigía a aquellos muchachos el resto de la semana.

Ya con la película comenzada, una vez serenado el ambiente, Gesualdo, me susurraba en la oscuridad de la sala, que las grandes piedras que el héroe mitológico lograba levantar para arrojarlas a continuación sobre sus enemigos eran de cartón. O que la Atlántida, el continente perdido, donde se desarrollaba la acción no había existido jamás. Cuando al final de la película la sala estalló en aplausos; llena de un júbilo enfervorizado ante la muerte cruel del villano y el triunfo del héroe y su amada, Gesualdo se limitó a apretar aún más los brazos sobre sí y a mirar a la vieja lámpara de araña que pendía del techo, para dejar bien patente que todo aquel ingenuo entusiasmo no iba con él.

La madre de mi nuevo amigo había muerto siendo él muy niño y por esa circunstancia había sido educado enteramente bajo el criterio del padre, que era el médico de mi familia. No me gustaba aquel hombre callado. Siempre que yo caía enfermo, me fastidiaba tener que acudir a su consulta. Don Romano, que así se llamaba, no dejaba nunca entrar a mis padres cuando iba a auscultarme y recuerdo que el tacto de sus manos era tan frío como la membrana del fonendoscopio. “tosa usted” me decía con su voz impersonal, y es que Don Romano, pese a ser yo un niño siempre me hablaba de usted. Llevaba siempre una bata de un blanco impoluto y unas gafas de seminarista. Al terminar la consulta, siempre en silencio, extendía la receta con su pluma estilográfica sobre la mesa de madera tallada. Mientras, yo, asustado, me detenía a observar la profusión de diplomas amarillentos, panoplias y viejos escudos heráldicos, que adornaban las paredes de aquella habitación que olía a madera antigua y papeles viejos.

Gesualdo me había sido adjudicado por mi madre como un amigo forzoso al que ahora tenía que hacer compañía en algunas ocasiones. Había sido instruido por su padre en los rigores de una educación espartana. Ahora, éste,  había consentido, apenas, ante la piadosa  e insistente proposición de mis padres, que yo hiciera compañía a su hijo en nuestros ratos de ocio.

A medida que fui pasando más tiempo a su lado pude entender el porqué de su carácter distante y escéptico. Su padre no le había permitido ir a la escuela con los demás niños. Un viejo erudito amigo de su familia, con aires de eximio pedagogo, le había enseñado todo lo que sabía. A indicación de aquel hombre peculiar, todos los juegos que se le permitían al hijo del médico, se limitaban a la construcción de complicados mecanos y artilugios de rodillos y palancas sin ninguna aplicación práctica aparente. También se había programado la parsimoniosa fabricación de un aparato de radio, cuyas piezas infinitas iban llegando aisladas por correo entre larguísimos intervalos de tiempo.

Cierto día en una tarde lluviosa, acudí a  casa de aquel muchacho por el que ya sentía sino afecto, sí compasión. Me había hecho saber el día anterior que, al fin, se habían completado y montado todas las piezas del aparato de radio y que éste podía ya ponerse en funcionamiento. Llegué un poco antes de lo previsto y la criada de la casa me indicó que Gesualdo se encontraba en el desván. Subí lentamente las escaleras y al traspasar el umbral sorprendí a mi amigo abrazado con fervor a un viejo maniquí.

Recordaba haber visto tiempo atrás, aquel modelo anatómico en la consulta de Don Romano. Gesualdo lo había vestido con un abrigo de lana negra e hilo brillante, que había pertenecido a su madre. Al verse descubierto en tal actitud, se turbó de tal manera que acabó por derrumbarse en un llanto ahogado y lleno de desconsuelo. 

Como mi madre me había enseñado que un abrazo vale más que mil palabras de consuelo, me precipité hacia Gesualdo y lo abracé con todas mis fuerzas. Al sentir el contacto afectuoso de un cuerpo humano y vivo, todo su escepticismo y frialdad, se derritieron como un iceberg arrastrado por corrientes cálidas.

Luego de aquello se sucedieron muchas tardes en el desván donde, durante años, compartimos largos ratos de juegos. Descubrimos, sobre todo, la maravilla de sintonizar el aparato de radio, buscar estaciones que emitían desde lugares remotos y exóticos: Frecuencias de músicas del mundo, seriales dramáticos, audiciones sobre historias de Julio Verne o Salgari, relatados por la voz profunda del locutor.

El día que Gesualdo cumplió dieciséis años vino a mi casa para despedirse de mí, fue la última vez que lo vi. Su padre quería obligarle a que ingresara en una academia militar, pero él no tenía la más mínima intención de hacer tal cosa.

Llevaba un fardo cubierto de arpillera y un aire soñador en la mirada. Me contó que se marchaba, había decidido embarcarse en un carguero de nombre “Reina Ana”, “mi madre se llamaba Ana” dijo, “No creo que haya sido una casualidad; Todo tiene un porqué, tú has sido el único amigo que he tenido”. Nos abrazamos por última vez. “¿Cuándo volverás?” le pregunté. “no lo sé” me contestó “Quizá cuando haya encontrado la Atlántida”.

Un clásico en honor a mi hijo David, por Carmen Gómez Barceló.

Eran las ocho de la tarde de un mes de Enero de un pueblecito, escondido entre las montañas al norte de Huesca, a los pies del Pirineo español.

Durante el invierno la villa se encontraba prácticamente incomunicada a causa de la nieve. La nieve, que para los foráneos era tan bonita y divertida, significaba para los oriundos, trabajo y problemas. Tenían que proveerse de víveres suficientes para subsistir en caso de aislamiento. Acumular leña, aprovisionarse de herramientas como palas para poder despejar el camino de entrada a las casas, ya que el simple hecho de salir a la empedrada calle sin partirse un hueso, era una aventura.

Por este motivo, sus habitantes, en esta época del año, se encontraban recogidos en sus casas, toscas en su aspecto externo, pero calientes y confortables en su interior. Las cocinas estaban equipadas con todo lo suficiente para poder vivir en ella, si hiciese falta; Se guardaba allí la comida. El calor de la lumbre que proporcionaba la chimenea, nunca faltaba. Una mesa generosa de madera de roble, cubierta por el clásico hule que la protegía de suciedad y humedades, también era habitual en la estancia.

La aparente calma reinante, escondía tras los muros de los hogares, las historias únicas de cada familia. Juan  vivía allí desde que nació,  hacía sesenta y cinco años, con sus padres y sus tres hermanos que se dedicaban al pastoreo.

Con el paso del tiempo, sus padres murieron y sus hermanos al casarse se fueros yendo a oros pueblos con sus mujeres y sus hijos.

A  Juan, ninguna mujer le encajó totalmente y al final se quedó solo. Él, que de joven había sido un chico algo serio  pero afable, se había convertido en un hombre enigmático y desconfiado que hablaba con sus vecinos lo estrictamente necesario. Se refugiaba en su casa cuando recogía el ganado con tal de no ver a nadie.

Una noche al volver a casa, Juan  se dio cuenta de que le observaban. Aceleró el paso pero aún así, notó como  cómo  alguien con más prisa que él, se le acercaba. Pensó en pararse, al fin, y plantar cara a su perseguidor. Quieto, intentando sosegarse, miró atrás. Vio una sombra acercándose deprisa, y…A ver, ¿Qué quieres? Preguntó Juan. Pero la extraña figura no paró siquiera. Le adelantó con grandes zancadas, sin volver la vista atrás. Juan sólo pudo seguirle con la mirada.

Intentó recomponer la imagen para reconocerla, pero no pudo. Sólo le fue posible observar en la penumbra de la noche, con la pobre ayuda de la luna, que de la mano izquierda, faltaba un dedo, el anular.

-Bueno- se dijo- este está peor que yo.

Después del susto, al llegar a su casa, se encerró en ella y echó el cerrojo.

Durante la noche se despertó  varias veces, incómodo, no lograba encontrar la postura en la cama. Le venía  a la mente continuamente aquella mano de cuatro dedos.

Por la mañana todo era distinto. El día había empezado con normalidad. Se tomó el café con leche caliente y el pan tostado en la parrilla de la chimenea, untado con manteca mezclada con lomo de cerdo. Preparó la bolsa con la comida para el día, se la puso en bandolera y bien abrigado- hacía mucho frío- se encaminó al redil donde aguardaban las ovejas.

Le extrañó no ver a nadie en la calle. Era temprano, no había amanecido aún, pero a esa hora, el ir y venir de los vecinos atareados con sus aperos de labranza, era lo habitual.

-¿Qué le pasa hoy a todo el mundo? Cada vez estamos más vagos, qué barbaridad.

Una vez en la estancia donde dormitaba el ganado, el murmullo natural de este se había convertido en una mezcla de quejidos y balidos. Las ovejas normalmente inquietas y saltarinas, permanecían tumbadas, retorcidas  y deformes. Con estertores de muerte.

Juan no podía creer lo que estaba viendo. Con lágrimas en los ojos, más de pena que de rabia, se acercó para acariciar a Bonita; Esta era su preferida. Pasó su mano por la testuz del animal para acariciarle, cundo se percató de que la piel se  le desprendía de la cabeza. Horrorizado por la escabrosa escena, volvió corriendo  sobre sus pasos y se refugió en su lar.

-¿Qué habrá podido suceder? Ayer estaban bien…Llamaré al veterinario- Pensó.

Ya había amanecido y descorrió las cortinas de la cocina para que entrara la luz. Miró hacia el fogón cuando se percató de que la habitación no se iluminaba como era de esperar. Se volvió l hacia la ventana para ver qué impedía que entrara la claridad  cuando se encontró con la cara del tendero pegada a los cristales. Le miraba con ojos de espanto.

-¡No salgas¡ ¡No salgas¡- le gritaba.

Juan se asustó muchísimo. Cerró de golpe las contraventanas de madera resquebrajada y se sentó en la mecedora de enea. Bloqueado, sin poder pensar, aturdido, estuvo largo tiempo hasta que de pronto reaccionó.

-Tengo que salir, saber qué está pasando.

Abrió el cerrojo de la puerta y tiró con fuerza del picaporte. La puerta no se abría. Tiró una vez más, y otra, y otra.

-¡Ábrete joder¡- Pero era inútil.
-Bueno, saldré por la puerta de la cocina.

Abrió el portón de madera y se encontró de bruces con unos tablones que flanqueaban la salida.-Pero ¿Qué es esto? Se quedó un momento en silencio y oyó un rumor al otro lado. Se escuchaban voces. Él reconoció algunas. Eran el tendero, el esquilador, la panadera, el tío Calixto, el del número nueve y otro más.

-Parece que no quieren que yo salga. Pero tengo que salir, mis ovejas se están muriendo. He de avisar a César, el  veterinario.

Más era imposible. No tenía tanta fuerza como para desclavar esos tablones, ni sabía cómo desbloquear la puerta. Intentó salir por las demás ventanas y por la puerta trasera que daba al patio. No pudo. Todas estaban tapadas de una forma o de otra.

Agotado, pensó que sería mejor descansar un rato. Se calentó otro café y cortó un trozo de chorizo de la última matanza. Estaba bueno, pero no le sabía como siempre. Estaba demasiado seco…  Necesitaba algo más fresco.

Abrió la nevera y vio un trozo de hígado que guardaba para cocinarlo el día siguiente. Lo cogió y sintió unos deseos enormes de morderlo. No comprendía porqué, pero le arrancó un pedazo de un mordisco, se lo comió y se llevó el resto hasta donde estaba la tele. Encendió el aparato y estuvo haciendo zapping  hasta que  se quedó dormido.
Pasaron varias horas. Cuando se despertó, algo aturdido, a duras penas pudo recordar lo que había pasado. Quiso lavarse un poco y fue al cuarto de baño. Al mirarse al espejo pudo contemplar a un ser siniestro que se le parecía.

-¿Quién eres tú?

El personaje se movía a su compás. –Soy yo, pensó.

Observó cómo le brotaban ampollas ensangrentadas por el rostro…Y por las manos. Notaba cómo se le humedecía la ropa. Despegó la mirada del espejo y la clavó en sus pantalones claros. Poco a poco se iban tornando  en rojo. Su cabeza estaba al límite de la cordura. Iba a cruzar la delgada línea que le separaba de la locura. Todo él era agonía.

De pronto un golpe seco tiró la puerta de la casa al suelo. Detrás aparecieron sus vecinos fuertemente armados con palos y escopetas.

-¿Qué queréis?
-Tenemos que matarte juan. Es necesario, estás infectado.
-Aggg…No sé qué me pasa, ayudadme por favor.
-Juan, lo siento, pero anoche se escapó del  laboratorio nuevo un ente, producto de un experimento al que se le había inoculado veneno del pez globo. Las toxinas que emanan de su cuerpo, condenan a todo lo que toca a convertirse en zombi, muerto viviente. El tendero le vio anoche acercarse a tus ovejas y morder a varias. Cuando te ha visto por la ventana de la cocina se ha dado cuenta de que tu también estabas contaminado. Lo sentimos.

Dispararon a la vez todos los que tenían escopetas y los demás lo apalearon hasta destrozar su cuerpo .Dejaros sus restos esparcidos por toda la casa.

El rebaño fue quemado en una gran hoguera.

El experimento nunca apareció.
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