Una tarde de domingo un niño va al fútbol. Camina hacia el estadio de la mano de su tío, y el hermano mayor del niño camina junto a él, a su izquierda. Mucha otra gente avanza en la misma dirección, y esta gente, en su mayoría está compuesta de grupos que son entre sí hermanos, tíos y sobrinos, padres e hijos, nietos y abuelos. También van grupos de gente que no son familia entre ellos; serán amigos, vecinos o compañeros de trabajo. También hay algunos que caminan, solitarios, hacia el estadio. Una multitud compuesta en su mayoría por personas del género masculino. Es una época, hay que decirlo, en la que las mujeres apenas van todavía al fútbol.
Muchos llevan bufandas al cuello con los colores del equipo local. También los hay que llevan cornetas de plástico alargadas. Otros se envuelven en banderas, colocadas como una capa sobre los hombros, o bien anudadas a la cintura a modo de falda que cae sobre el pantalón. Algunos además de llevar cornetas, banderas y bufandas llevan también: Silbatos, gorras, maracas, megáfonos, tambores y la cara pintada en colores.
Al niño del que hablábamos al principio, en realidad no le gusta el fútbol. Lo que ocurre es que lo llevan, sin más, siempre que hay partido, él tampoco se ha negado nunca. La situación es esa; que, no recuerda cómo, un día empezaron a llevarlo y ya está. El niño tiene asumido que dos domingos al mes toca ir al fútbol, dos veces al mes no es mucho. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio.
A lo mejor no es tanto que no le guste el fútbol, como que no lo entienda. Su hermano mayor, en cambio, sí que parece entender todo eso de la calidad técnica de los jugadores y demás sutilezas y, este deporte, es lo que más le gusta en el mundo, y a su tío, que es quien los lleva, lo mismo. En cambio, el fútbol, para él, visto desde la grada, es un espectáculo borroso. Desde allá arriba los jugadores le parecen muñequitos de colores. Y el balón, el niño, que es miope, apenas casi lo ve. Pero todos los que le rodean allí parece que sí, que no solo ven a los jugadores perfectamente, sino que incluso distinguen quien es cada uno de ellos y los mencionan por sus nombres. El que menos, descifra el número que llevan en la camiseta, a la espalda. El niño, de puro miope, ni siquiera eso.
Cuando llega el gol del equipo propio, la gente se despega del asiento de plástico bruscamente y da saltos, como si en todo el graderío se hubiese activado, al instante, una parrilla ardiendo y el público sintiera que se le quema el trasero y los pies. Justo antes de ese momento, con la jugada del gol en ciernes, sólo se oye un rumor expectante que va ganando intensidad, como un cohete que calienta motores y después, con el gol ya hecho realidad, despega con violencia un clamor que se propaga en todas direcciones. Su eco se va atenuando después, poco a poco, en un nuevo rumor con una intensidad inversa a la anterior.
Pero en aquel momento, cuando llega el gol, es cuando se abrazan todos, se felicitan, saltan y gritan. El niño también es zarandeado y le gritan eso de: ¡¡¡Goool!!! Algunas bocas muy cerca de su oído, y ve rostros desencajados y ojos fuera de sus órbitas.
Él la verdad no cree que sea para tanto. Pero como ve que si no hace lo mismo desentona mucho, se dedica a imitar a los demás. Como si, también para él, el gol fuese lo más maravilloso de la vida.
El niño, como se ha dicho, no cree que sea para tanto, ni siquiera cree que entienda el fútbol. Y en realidad el equipo local, le da lo mismo.
Pero resulta que, llega un momento, en el que tener que ir al estadio, nada menos que dos veces al mes, ya le va pesando.
Para entonces el niño ha comprendido que, en realidad, el fútbol, ni le gusta ni lo entiende. Ni cuando lo ve en el estadio, desde la grada, ni cuando lo ve en el televisor de su casa. Pero hay un pequeño problema; Ahora todo el mundo piensa que a él le gusta el fútbol, y él, a su vez, piensa que sería molesto desengañar de pronto a todo el mundo. Al fin y al cabo, a su edad, ya se ha construido una imagen, y cree que lo coherente es mantenerse fiel a esa imagen. Así que sigue yendo. Con resignación, como el que va a trabajar y no le gusta su trabajo. Pero ya va pesando sí, tener que aguantar todo aquel numerito de la falsa alegría, los saltitos, el abrazarse a diestro y siniestro. Porque cuando llega el momento del gol, hasta los desconocidos le abrazan. De modo que acaba agotado tras cada partido, aturdido, con los oídos zumbándole a causa de los gritos y los bocinazos. ¡Qué cansado es fingir alegría y entusiasmo cuando uno no los siente! acaba por descubrir el niño.
De manera que, cuando está en el estadio, por lo que suspira ya es porque el famoso gol a favor, o goles, todavía mucho peor si hay goleada, no llegue nunca.
Cuando el niño es ya un adolescente decide que hasta aquí hemos llegado y que no va más al fútbol y que le da igual aquello de la imagen.
El adolescente se convierte en un hombre y, con los años, descubre que ahora resulta que sí, que disfruta, y siente cierta exaltación, no ante el fútbol en sí, que sigue sin interesarle, sino por el triunfo de los equipos de su país en las competiciones internacionales. Y sobre todo, por los triunfos de la selección nacional. Será que ha desarrollado un espíritu de tribu que antes no tenía.
Lo que pasa es que ahora, le cuesta mostrar alegría públicamente, cuando sigue con otras personas, a través de la televisión, un partido importante en el que un equipo de su país sale triunfante.
Recuerda toda aquella exaltación escandalosa del gol, de los abrazos, de los gritos, por una cosa tan tonta. Le importuna que los demás, después de que él aborreció y renegó públicamente de todo aquello, le descubran en una actitud de celebración exultante. Porque ahora tiene otra imagen y piensa, nuevamente, que es importante ser consecuente con la imagen propia.
Llega el día en el que la selección nacional consigue meterse, nada menos, que en la final del Mundial de fútbol. Esta vez el hombre quiere ver el partido sin contener sus emociones, la ocasión lo merece. Si su selección gana, quiere saltar, abrazarse, siquiera fugazmente, a los que tiene al lado, gritar, revolcarse por el suelo si le apetece. Así que le dice a su mujer que unos amigos le han invitado a ver el partido juntos. Sale de casa y lo que hace, en realidad, es irse él solo, lejos, a un local en la otra parte de la ciudad. Seguirá el partido en un bar de un barrio lejano, en el que nadie le conoce. El local no está lleno a rebosar, pero hay un buen grupo de gente se ha reunido allí.
Desde el inicio del partido el hombre, jalea al equipo de viva voz, corea con los demás los remates a puerta, las ocasiones de gol fallidas. Vibra con la tensión del partido y salta indignado, al unísono, con quienes le rodean, ante las injusticias del árbitro.
Cuando, ya en la prórroga, llega el gol que le da la victoria al equipo y el título Mundial, el hombre desata todo el repertorio que lleva dentro, salta, grita como un demente, se abraza a los desconocidos, y finalmente se tira al suelo, de espaldas con los brazos en alto, como quien acaba de descargar una tensión acumulada durante años. El hijo del dueño del local, un niño que está sentado sobre la barra, con las piernas colgando, se ha detenido a observarlo, atónito, mientras piensa: Cómo puede alguien ponerse así por una cosa tan tonta.