Un clásico en honor a mi hijo David, por Carmen Gómez Barceló.

Eran las ocho de la tarde de un mes de Enero de un pueblecito, escondido entre las montañas al norte de Huesca, a los pies del Pirineo español.

Durante el invierno la villa se encontraba prácticamente incomunicada a causa de la nieve. La nieve, que para los foráneos era tan bonita y divertida, significaba para los oriundos, trabajo y problemas. Tenían que proveerse de víveres suficientes para subsistir en caso de aislamiento. Acumular leña, aprovisionarse de herramientas como palas para poder despejar el camino de entrada a las casas, ya que el simple hecho de salir a la empedrada calle sin partirse un hueso, era una aventura.

Por este motivo, sus habitantes, en esta época del año, se encontraban recogidos en sus casas, toscas en su aspecto externo, pero calientes y confortables en su interior. Las cocinas estaban equipadas con todo lo suficiente para poder vivir en ella, si hiciese falta; Se guardaba allí la comida. El calor de la lumbre que proporcionaba la chimenea, nunca faltaba. Una mesa generosa de madera de roble, cubierta por el clásico hule que la protegía de suciedad y humedades, también era habitual en la estancia.

La aparente calma reinante, escondía tras los muros de los hogares, las historias únicas de cada familia. Juan  vivía allí desde que nació,  hacía sesenta y cinco años, con sus padres y sus tres hermanos que se dedicaban al pastoreo.

Con el paso del tiempo, sus padres murieron y sus hermanos al casarse se fueros yendo a oros pueblos con sus mujeres y sus hijos.

A  Juan, ninguna mujer le encajó totalmente y al final se quedó solo. Él, que de joven había sido un chico algo serio  pero afable, se había convertido en un hombre enigmático y desconfiado que hablaba con sus vecinos lo estrictamente necesario. Se refugiaba en su casa cuando recogía el ganado con tal de no ver a nadie.

Una noche al volver a casa, Juan  se dio cuenta de que le observaban. Aceleró el paso pero aún así, notó como  cómo  alguien con más prisa que él, se le acercaba. Pensó en pararse, al fin, y plantar cara a su perseguidor. Quieto, intentando sosegarse, miró atrás. Vio una sombra acercándose deprisa, y…A ver, ¿Qué quieres? Preguntó Juan. Pero la extraña figura no paró siquiera. Le adelantó con grandes zancadas, sin volver la vista atrás. Juan sólo pudo seguirle con la mirada.

Intentó recomponer la imagen para reconocerla, pero no pudo. Sólo le fue posible observar en la penumbra de la noche, con la pobre ayuda de la luna, que de la mano izquierda, faltaba un dedo, el anular.

-Bueno- se dijo- este está peor que yo.

Después del susto, al llegar a su casa, se encerró en ella y echó el cerrojo.

Durante la noche se despertó  varias veces, incómodo, no lograba encontrar la postura en la cama. Le venía  a la mente continuamente aquella mano de cuatro dedos.

Por la mañana todo era distinto. El día había empezado con normalidad. Se tomó el café con leche caliente y el pan tostado en la parrilla de la chimenea, untado con manteca mezclada con lomo de cerdo. Preparó la bolsa con la comida para el día, se la puso en bandolera y bien abrigado- hacía mucho frío- se encaminó al redil donde aguardaban las ovejas.

Le extrañó no ver a nadie en la calle. Era temprano, no había amanecido aún, pero a esa hora, el ir y venir de los vecinos atareados con sus aperos de labranza, era lo habitual.

-¿Qué le pasa hoy a todo el mundo? Cada vez estamos más vagos, qué barbaridad.

Una vez en la estancia donde dormitaba el ganado, el murmullo natural de este se había convertido en una mezcla de quejidos y balidos. Las ovejas normalmente inquietas y saltarinas, permanecían tumbadas, retorcidas  y deformes. Con estertores de muerte.

Juan no podía creer lo que estaba viendo. Con lágrimas en los ojos, más de pena que de rabia, se acercó para acariciar a Bonita; Esta era su preferida. Pasó su mano por la testuz del animal para acariciarle, cundo se percató de que la piel se  le desprendía de la cabeza. Horrorizado por la escabrosa escena, volvió corriendo  sobre sus pasos y se refugió en su lar.

-¿Qué habrá podido suceder? Ayer estaban bien…Llamaré al veterinario- Pensó.

Ya había amanecido y descorrió las cortinas de la cocina para que entrara la luz. Miró hacia el fogón cuando se percató de que la habitación no se iluminaba como era de esperar. Se volvió l hacia la ventana para ver qué impedía que entrara la claridad  cuando se encontró con la cara del tendero pegada a los cristales. Le miraba con ojos de espanto.

-¡No salgas¡ ¡No salgas¡- le gritaba.

Juan se asustó muchísimo. Cerró de golpe las contraventanas de madera resquebrajada y se sentó en la mecedora de enea. Bloqueado, sin poder pensar, aturdido, estuvo largo tiempo hasta que de pronto reaccionó.

-Tengo que salir, saber qué está pasando.

Abrió el cerrojo de la puerta y tiró con fuerza del picaporte. La puerta no se abría. Tiró una vez más, y otra, y otra.

-¡Ábrete joder¡- Pero era inútil.
-Bueno, saldré por la puerta de la cocina.

Abrió el portón de madera y se encontró de bruces con unos tablones que flanqueaban la salida.-Pero ¿Qué es esto? Se quedó un momento en silencio y oyó un rumor al otro lado. Se escuchaban voces. Él reconoció algunas. Eran el tendero, el esquilador, la panadera, el tío Calixto, el del número nueve y otro más.

-Parece que no quieren que yo salga. Pero tengo que salir, mis ovejas se están muriendo. He de avisar a César, el  veterinario.

Más era imposible. No tenía tanta fuerza como para desclavar esos tablones, ni sabía cómo desbloquear la puerta. Intentó salir por las demás ventanas y por la puerta trasera que daba al patio. No pudo. Todas estaban tapadas de una forma o de otra.

Agotado, pensó que sería mejor descansar un rato. Se calentó otro café y cortó un trozo de chorizo de la última matanza. Estaba bueno, pero no le sabía como siempre. Estaba demasiado seco…  Necesitaba algo más fresco.

Abrió la nevera y vio un trozo de hígado que guardaba para cocinarlo el día siguiente. Lo cogió y sintió unos deseos enormes de morderlo. No comprendía porqué, pero le arrancó un pedazo de un mordisco, se lo comió y se llevó el resto hasta donde estaba la tele. Encendió el aparato y estuvo haciendo zapping  hasta que  se quedó dormido.
Pasaron varias horas. Cuando se despertó, algo aturdido, a duras penas pudo recordar lo que había pasado. Quiso lavarse un poco y fue al cuarto de baño. Al mirarse al espejo pudo contemplar a un ser siniestro que se le parecía.

-¿Quién eres tú?

El personaje se movía a su compás. –Soy yo, pensó.

Observó cómo le brotaban ampollas ensangrentadas por el rostro…Y por las manos. Notaba cómo se le humedecía la ropa. Despegó la mirada del espejo y la clavó en sus pantalones claros. Poco a poco se iban tornando  en rojo. Su cabeza estaba al límite de la cordura. Iba a cruzar la delgada línea que le separaba de la locura. Todo él era agonía.

De pronto un golpe seco tiró la puerta de la casa al suelo. Detrás aparecieron sus vecinos fuertemente armados con palos y escopetas.

-¿Qué queréis?
-Tenemos que matarte juan. Es necesario, estás infectado.
-Aggg…No sé qué me pasa, ayudadme por favor.
-Juan, lo siento, pero anoche se escapó del  laboratorio nuevo un ente, producto de un experimento al que se le había inoculado veneno del pez globo. Las toxinas que emanan de su cuerpo, condenan a todo lo que toca a convertirse en zombi, muerto viviente. El tendero le vio anoche acercarse a tus ovejas y morder a varias. Cuando te ha visto por la ventana de la cocina se ha dado cuenta de que tu también estabas contaminado. Lo sentimos.

Dispararon a la vez todos los que tenían escopetas y los demás lo apalearon hasta destrozar su cuerpo .Dejaros sus restos esparcidos por toda la casa.

El rebaño fue quemado en una gran hoguera.

El experimento nunca apareció.

1 comentarios:

Carlos Javier Fernández dijo...

Para no haber conocido la vida rural de cerca has descrito su ambiente con total credibilidad. El hombre al final es sacrificado como un perro rabioso,¡qué susto!. Fantástico Carmen, un cuento de zombis, pero con la novedad de que se desarrolla en un ambiente genuinamente español.

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