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El continente perdido, por Carlos J. Fernández.

Nunca olvidaré aquel domingo de marzo, hace ya más de cincuenta años, en el que, por primera vez, y de mala gana, tuve que hacerle compañía; Gesualdo permanecía correctamente sentado en su butaca del cine: Rígido, escandalizado por el bullicio selvático que lo rodeaba. Un muchacho de diez años Perfectamente peinado y perfumado, con los brazos cruzados sobre el pecho. El gesto serio, la camisa bien planchada, el corbatín azul, el pantalón corto y los mocasines negros.

Cuando yo era niño solía acudir a la matiné infantil que se organizaba en el cine del barrio los domingos. Las películas solían tratar sobre las aventuras de Tarzán, el zorro, Fantomas, o bien sobre héroes de la edad antigua; héroes de túnica y musculosos gladiadores.

Pero, previamente a la proyección de la película, un trío de payasos, desde el escenario, envolvía ya el ambiente de un aire de fiesta con su función de magia, sus teatrillos cómicos y sus pequeñas rifas. Todo ello buscando la participación de los pequeños, sacando a algunos de entre el público y divirtiéndonos a todos, o… a casi todos: Fue Gesualdo, quien me hizo ver, por primera vez en aquel día, que aquellos payasos, como la película que se proyectaba a continuación, lo eran de serie B: Payasos con disfraces raídos, cuyos colores, en otro tiempo resplandecientes y perfilados se confundían ahora en una amalgama borrosa y apagada. Me hizo notar el sudor, que resbalaba por sus rostros, desbaratando el polvo blanco con el que pintaban sus caras. La incipiente sombra de su barba despuntando sobre el maquillaje; los antebrazos peludos que asomaban entre las mangas grandes y los guantes blancos: Todo ello traicionaba ahora, ante mis ojos, la cualidad que antaño yo les había atribuido de seres ingenuamente asexuados y angelicales. Criaturas fantásticas a los que suponía sin vida propia más allá del telón. Ahora descubría que eran hombres de carne y hueso, que recibían un sueldo por hacer lo que hacían: y todo ello me lo reveló, con el frío raciocinio que le distinguía, Gesualdo: Mi recién atribuido amigo.

El patio de butacas y los palcos rebosaban de una multitud infantil que se había liberado por unas horas del rígido manual de urbanidad que era, en aquellos tiempos, el catecismo de padres y educadores. 
Los adultos tenían prohibida la entrada a esas sesiones, y la euforia de saberse liberados de toda autoridad, hacía que muchos se dedicaran a saltar  sobre las butacas, burlarse del presentador del espectáculo, patalear o  arrojar a las filas delanteras, bolas de papel y botellines de gaseosa. Todo lo invadía un aullido de voces agudas que reverberaba en la cúpula del viejo cine, como en un ejercicio espontáneo y desatado de catarsis infantil. Una liberación del envaramiento, académico y disciplinado, que se les exigía a aquellos muchachos el resto de la semana.

Ya con la película comenzada, una vez serenado el ambiente, Gesualdo, me susurraba en la oscuridad de la sala, que las grandes piedras que el héroe mitológico lograba levantar para arrojarlas a continuación sobre sus enemigos eran de cartón. O que la Atlántida, el continente perdido, donde se desarrollaba la acción no había existido jamás. Cuando al final de la película la sala estalló en aplausos; llena de un júbilo enfervorizado ante la muerte cruel del villano y el triunfo del héroe y su amada, Gesualdo se limitó a apretar aún más los brazos sobre sí y a mirar a la vieja lámpara de araña que pendía del techo, para dejar bien patente que todo aquel ingenuo entusiasmo no iba con él.

La madre de mi nuevo amigo había muerto siendo él muy niño y por esa circunstancia había sido educado enteramente bajo el criterio del padre, que era el médico de mi familia. No me gustaba aquel hombre callado. Siempre que yo caía enfermo, me fastidiaba tener que acudir a su consulta. Don Romano, que así se llamaba, no dejaba nunca entrar a mis padres cuando iba a auscultarme y recuerdo que el tacto de sus manos era tan frío como la membrana del fonendoscopio. “tosa usted” me decía con su voz impersonal, y es que Don Romano, pese a ser yo un niño siempre me hablaba de usted. Llevaba siempre una bata de un blanco impoluto y unas gafas de seminarista. Al terminar la consulta, siempre en silencio, extendía la receta con su pluma estilográfica sobre la mesa de madera tallada. Mientras, yo, asustado, me detenía a observar la profusión de diplomas amarillentos, panoplias y viejos escudos heráldicos, que adornaban las paredes de aquella habitación que olía a madera antigua y papeles viejos.

Gesualdo me había sido adjudicado por mi madre como un amigo forzoso al que ahora tenía que hacer compañía en algunas ocasiones. Había sido instruido por su padre en los rigores de una educación espartana. Ahora, éste,  había consentido, apenas, ante la piadosa  e insistente proposición de mis padres, que yo hiciera compañía a su hijo en nuestros ratos de ocio.

A medida que fui pasando más tiempo a su lado pude entender el porqué de su carácter distante y escéptico. Su padre no le había permitido ir a la escuela con los demás niños. Un viejo erudito amigo de su familia, con aires de eximio pedagogo, le había enseñado todo lo que sabía. A indicación de aquel hombre peculiar, todos los juegos que se le permitían al hijo del médico, se limitaban a la construcción de complicados mecanos y artilugios de rodillos y palancas sin ninguna aplicación práctica aparente. También se había programado la parsimoniosa fabricación de un aparato de radio, cuyas piezas infinitas iban llegando aisladas por correo entre larguísimos intervalos de tiempo.

Cierto día en una tarde lluviosa, acudí a  casa de aquel muchacho por el que ya sentía sino afecto, sí compasión. Me había hecho saber el día anterior que, al fin, se habían completado y montado todas las piezas del aparato de radio y que éste podía ya ponerse en funcionamiento. Llegué un poco antes de lo previsto y la criada de la casa me indicó que Gesualdo se encontraba en el desván. Subí lentamente las escaleras y al traspasar el umbral sorprendí a mi amigo abrazado con fervor a un viejo maniquí.

Recordaba haber visto tiempo atrás, aquel modelo anatómico en la consulta de Don Romano. Gesualdo lo había vestido con un abrigo de lana negra e hilo brillante, que había pertenecido a su madre. Al verse descubierto en tal actitud, se turbó de tal manera que acabó por derrumbarse en un llanto ahogado y lleno de desconsuelo. 

Como mi madre me había enseñado que un abrazo vale más que mil palabras de consuelo, me precipité hacia Gesualdo y lo abracé con todas mis fuerzas. Al sentir el contacto afectuoso de un cuerpo humano y vivo, todo su escepticismo y frialdad, se derritieron como un iceberg arrastrado por corrientes cálidas.

Luego de aquello se sucedieron muchas tardes en el desván donde, durante años, compartimos largos ratos de juegos. Descubrimos, sobre todo, la maravilla de sintonizar el aparato de radio, buscar estaciones que emitían desde lugares remotos y exóticos: Frecuencias de músicas del mundo, seriales dramáticos, audiciones sobre historias de Julio Verne o Salgari, relatados por la voz profunda del locutor.

El día que Gesualdo cumplió dieciséis años vino a mi casa para despedirse de mí, fue la última vez que lo vi. Su padre quería obligarle a que ingresara en una academia militar, pero él no tenía la más mínima intención de hacer tal cosa.

Llevaba un fardo cubierto de arpillera y un aire soñador en la mirada. Me contó que se marchaba, había decidido embarcarse en un carguero de nombre “Reina Ana”, “mi madre se llamaba Ana” dijo, “No creo que haya sido una casualidad; Todo tiene un porqué, tú has sido el único amigo que he tenido”. Nos abrazamos por última vez. “¿Cuándo volverás?” le pregunté. “no lo sé” me contestó “Quizá cuando haya encontrado la Atlántida”.

2 comentarios:

carmen gomez dijo...

Me encanta Jesualdo. Me gusta la gente que tiene su propia visión de la realidad. Enhorabuena Carlos, te has vuelto a superar. Es un relato impecable.

carmen gomez dijo...

Me encanta Jesualdo. Me gusta la gente que tiene su propia visión de la realidad. Enhorabuena Carlos, te has vuelto a superar. Es un relato impecable.

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