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Vivir el momento, por Matilde López de Garayo.

Cuando terminó de encender el fuego de la chimenea, Guillermo se sentó como casi todas las noches en su sillón orejero de cuero negro.

 Esta noche su cara no mostraba la serenidad acostumbrada. Alrededor de sus ojos grises aparecían unas pequeñas arrugas. Sus labios finos mostraban un rictus tenso y el continuo contacto de la mano en la cuidada perilla, denotaba la preocupación que le rodeaba desde que volvió del parque.

Colocados encima de la mesita del lado, reposaban su libro de lectura, su tabaco “Sail Regular”, su pipa preferida, (negra, brillante y opaca con incrustaciones de marfil), una botella de Luis Felipe y una copa.

Mientras la chimenea cobraba vida intentó comenzar su ritual. Abrió la bolsa de tabaco, tomando hebras a pellizco, presionó una o dos veces antes de completar la cazoleta,  y una vez llena, usó el atacador para alisar la superficie. Después procedió a encenderla con cerillas. Una buena pipa había que encenderla siempre con cerillas.

La copa de brandy era de balón para proporcionar un mayor  contacto con la palma de la mano. Introduciendo el pie del vidrio entre los dedos, el  licor tomaba la temperatura adecuada.

Normalmente leía una hora,  con la sola compañía del crujir de la lumbre. Y finalizaba su jornada con  relajación mientras de fondo se escuchaba música clásica.

Desde que se quedó viudo hacia cinco años había conseguido que su vida se desarrollara de una manera ordenada, serena, ubicada en lo  propio de su edad. Ese año cumpliría  sesenta años.

Entre su disciplina incluía salir todos los días al parque y  correr cerca de una  hora, parándose a estirar los músculos antes de regresar.

Se duchaba, preparaba una cena ligera y se dirigía hacia la salita de lectura.

Había conseguido ese estado de armonía gracias a muchas horas de estudio de sí mismo, de  crecimiento personal, incluso cursos para dominar  las emociones.

Pero hoy no podía concentrarse, y cuando más ensimismado estaba contemplando las llamas, más parecían que éstas  se burlaban de él.

Se iban transformando en lo que más miedo le daba en estos momentos, en una imagen que amenazaba desestabilizar su ordenada vida. Las llamas amarillas, naranjas, azules y verdes se iban desfigurando para dar  paso a los  ojos de ella

Esos ojos negros que hacía días le quitaban el sueño, grandes, hermosos, rodeados de unas espesas pestañas, y unas arruguitas que le daban más   carácter a su cara. Su nariz pequeña,   la piel suave, y unos labios  muy sensuales.

Cerraba los ojos para intentar que desapareciera esa mirada y retomaba  la lectura sin éxito alguno.

Su corazón empezaba a palpitar y un estremecimiento le recorría todo el cuerpo. No podía comprender que estuviera experimentando semejantes sentimientos, tan vivos, tan intensos.

Le daba vergüenza reconocer que se había enamorado, a su edad, de una mujer que apenas conocía.

Desde hacía días coincidían en el parque, ella leyendo siempre en el  mismo banco, a la misma hora y él  haciendo los estiramientos en el banco contiguo. Se miraban, ella le sonreía e instantes después reanudaba su lectura. 

Esta tarde Clara se acercó a presentarse, le tendió la mano   con una calidez que le desconcertó. Empezaron con una conversación superficial, poco después hablaban de cuestiones que Guillermo jamás hubiera pensado compartir con una desconocida.

Anochecía y Clara se excusó diciendo que hoy no podía quedarse más tiempo, quedaron para el día siguiente. Antes de irse, se puso de puntillas y con una distraída sutileza rozó sus labios con los de él.

¡No! No compartiría esto con sus amigos, los que no se pasaban de vulgares se pasaban de racionales. Sólo le quedaba analizar la situación: seguir su vida como hasta ahora, sin complicaciones o lanzarse hacia un futuro desconcertante.

Veía las llamas devorando los troncos pasivos y se preguntaba si su disciplina impuesta voluntariamente no le estaría devorando su vida, su capacidad de sentir, de amar.

La pipa se apagó abandonada en la mesa, leyó la misma página varias veces y la copa descansaba olvidada. La hora de lectura pasó sin darse cuenta.

Tomó por fin una decisión: ¡Bajo ningún concepto  permitiría  que sus sentimientos le desequilibraran su tranquila vida!

Sonrió con cierta satisfacción,  tomó la copa llena, la sostuvo durante breves momentos en su mano, aspiró su aroma y  bebió un sorbo de aquel magnífico brandy.

Comprobó con asombro pero consciente, que el leve rozar de los labios de Clara le había producido un placer superior al licor que dulcemente le quemaba.

Quizás vivir el momento, no sería mala idea.

2 comentarios:

Carlos Javier Fernández dijo...

Muy bueno, estupenda la descripción detallada del ritual para ese rato de relax. la pipa, el brandy. Qué difícil decisión: amarrarse al mástil del barco o dejarse arrastrar hacia el canto de las sirenas: enredarse en la vida o ceder al desengaño: latir con el sobresalto de las emociones o vivir embalsamado. ¿Qué hará este señor de sesenta años?....Ahh....

Carmen Gomez dijo...

Cuando el amor irrumpe en tu vida, más vale que no haya cosas que se puedan romper. Arrasa como el caballo de Atila. Es capaz de romperle los esquemas a cualquiera, incluso a un señor tan metódico y tranquilo como tu personaje. Precioso relato.

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