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Antonio Zurine Caballero, por Matilde López de Garayo


El año en que  repetí primero de ingenieros, entre los nuevos alumnos se matriculó Antonio Zurine Caballero.

Parecía fuera de contexto, sus pantalones de pinzas, sus camisas sin ninguna arruga, y un castellano que haría envidiar a más de un lingüista.

La necedad de mis compañeros hacía que fuera objeto de burlas y mofa, simplemente porque el ser humano no acepta a las personas que se diferencian del “rebaño”. Sin embargo a él no parecía importarle.

Quien fuera observador advertiría que casi siempre cerraba las envidiables listas de aprobados, con un cinco o un seis. La nota, lo de menos, lo importante para nosotros era que nuestros  apellidos aparecieran en el  inalcanzable tablón de anuncios.

Un día nos convocaron a una asamblea general para decidir un voto de censura o incluso la dimisión del delegado de escuela. Su “delito”: había tomado una decisión urgente sin tener en cuenta a los otros delegados de clase.

A la reunión asistimos muchos estudiantes debido a varias razones: una excusa para faltar a clase, una ocasión de cachondeo, un escarmiento por el supuesto abuso de poder, un regocijo morboso  porque  una cabeza  iba a ser cortada, y los menos, como yo, para apoyar a un amigo.

El ambiente estaba bastante caldeado, más bien por la frustración personal debido al fracaso en los estudios, (ese año sólo aprobaron un 5%), que por el motivo de la convocatoria, motivo que le era indiferente a la mayoría de ellos.

Empezaron la acusación de manera desmesurada y extrema, yo veía la cara de mi amigo desencajada por la situación, y al poco tiempo  se desplomó encima de la silla.

El silencio absoluto invadió la sala. Duraría un minuto escaso, empezó a oírse un murmullo desde en fondo, suave al principio, y cómo una ola fue creciendo acompañado de risas provocadas por una histeria general.

Al volver la cabeza,  vi a Antonio Zurine,  llevaba corbata y traje chaqueta, como si se hubiera preparado para la ocasión.

Se acercaba por el pasillo central, ajeno como siempre a los comentarios de nuestros compañeros. Llegó a la mesa presidencial, y dio unos golpecitos en el micrófono, a la vez que decía “¿se oye bien?”

Yo escuchaba las risas absurdas, pero él ni se inmutó, y su paciencia y tranquilidad hizo que la gente se fuera calmando poco a poco.

Con esa cadencia y elegancia  innata empezó su discurso con una frase de Eduardo Chillida, a modo de entender que los comentarios de los necios no le afectaba.

“Un hombre tiene que tener siempre el nivel de la dignidad por encima del miedo”.

Su mirada firme abarcó toda la sala, continuó tranquilamente sin consultar un papel: Vengo hablar de mi amigo Miguel, delegado de nuestra escuela, votado voluntariamente por todos nosotros, lleva en el cargo tres años sin ningún contratiempo, y ahora mientras nosotros disfrutábamos de unas vacaciones, él, al no poder localizar a ningún otro delegado tomó una decisión. Y me pregunto:

¿Acaso no ha reconocido y respondido correctamente a nuestros problemas?, ¿Acaso no ha compatibilizado adecuadamente el  rendimiento y los recursos propios del cargo que ocupa?, ¿Acaso no ha asumido con prestancia las consecuencias de las omisiones y obras de todas  sus actuaciones?..,

Y en ese plan, siguió hablando de los principios de la responsabilidad. La gente empezó a comprender, y muchos de mis compañeros salieron en silencio avergonzados.

Al final quedamos los amigos que apoyábamos al delegado, unos minutos después se disolvió la asamblea.

Antonio pasó, de ser el objeto de burla, a una persona respetada y admirada por muchos de nosotros. Más tarde supe que fue de los pocos que aprobaron en junio, se matriculó en aeronáutica en Madrid. Nunca he vuelto a saber de él. 

La bofetada sin manos que propinó a muchos de mis compañeros nos  enseñó que sin levantar la voz, sin perder “el saber estar”, sólo con el respeto a uno mismo, a los demás y sobre todo con  el don de la palabra se podía desalojar en breves momentos un salón de actos. 

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