0

Estoy triste, por Carmen Gómez Barceló

La bofetada se escuchó desde la puerta del salón. ¡ Zas ¡.Una vez más se trataba de un único golpe, seco, sin preámbulos, sin  continuidad.

Los inquilinos de aquella casa, se miraban unos a otros, se encogían de hombros y se hacían la misma pregunta: ¿Por qué? Acto seguido, la actividad se reanudaba y la vida seguía su curso como si nada hubiese pasado.

Marina, tan diligente como siempre, se había preparado en diez minutos para ir a trabajar. Esta preparación incluía ducha, café, algo de maquillaje, ropa y zapatos de actualidad y… encontrar las llaves del coche; Esto era lo que más le costaba.

Marina ya se había marchado. No era difícil llegar a esa conclusión puesto que con el portazo contundente que avisaba de su partida, se acababa el continuo taconeo de aquí para allá que ocasionaba la fuerza de sus pisadas. Esta característica la acompañaba desde niña.

En la casa se hizo el silencio… Alberto empezó a ponerse un tanto nervioso… como cada día.

 Se disponía a preparar el desayuno cuando de pronto…  ¡Zas! De nuevo aquel sonido.
Aunque de momento todo estaba en calma, él sabía que en cualquier momento, la situación volvería a ser delicada.

Pero ¿por qué? Otra vez se adueñaba de él aquel malestar, aquella incertidumbre, aquello de no saber hasta cuando iba a durar esa situación que no comprendía.

Se dirigió hacia la puerta del salón, apesadumbrado, abatido, sabiendo lo que una vez más se iba a encontrar; Abrió la puerta  y allí estaba ,Victoria. Victoria con gesto serio, duro, indolente, un gesto que nada tenía que ver con su rostro , el de antes, el que tenía a todos encandilados. Sus ojos grandes y oscuros, permanecían abiertos, muy abiertos, pero no miraban a ningún sitio.

¿Por qué Victoria?

Alberto no entendía como esa personita de algo más de dos años de vida era capaz de semejante golpe de efecto.

Tu hermanita no te hace nada…

Victoria miró a su padre girando el cuello bruscamente y solo dijo una frase: Estoy  triste.

Ella no podía decir nada más con las palabras, pero su cabezita sí podía pensar. Mucho. Podía pensar y mucho. Podía pensar como aquél ser viviente que no hablaba, ni lloraba, ni hacía nada de lo que ella era capaz, había conseguido que la mirada exclusiva de su madre, esa mirada que las dos conocían tan bien, esa mirada de la que se alimentaban la una a la otra y a nadie más, ya no le pertenecía a ella sola.

Para colmo , la habían mandado a un sitio hostíl, donde estaban otros niños a los que ella no conocía de nada y que además con sus caras feas llenas de mocos, no dejaban de llorar, incluso uno de ellos la empujaba continuamente y le tiraba su inseparable osito al lavabo… Y se lo mojaba… Se atrevía a vapulear aquello a  lo que ella más quería y cuidaba con esmero: Su blandito y precioso osito rosa. Y cuando volvía a casa, a su casa, su refugio, allí estaba eso…ese ser viviente que ni hablaba, ni lloraba, ni hacía nada de lo que ella era capaz de hacer.

¿Pero cómo tenían la desfachatez de preguntarle por qué? 

0 comentarios:

Publicar un comentario

Back to Top