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Vías paralelas, por Carlos J. Fernández


Fue una mañana de noviembre cuando subí a aquel expreso en la estación del Oeste, había llegado temprano y restaban aún algunos minutos para la hora prevista de la salida. Subí a mi vagón y alzando mi maleta caminé por el estrecho pasillo que separaba las hileras de asientos situados a izquierda y derecha. Tras cerciorarme del número de mi asiento llegué hasta él y coloqué la maleta en el portaequipaje no sin antes extraer de ella el cuaderno de tapas azules que me sirve de agenda de trabajo y que me disponía consultar con la previsión de repasar las citas que tenía previstas aquel día con los clientes que me esperaban al llegar a mi destino.
 No había hecho más que acomodarme en el asiento cuando llegó otro tren que viajaba en dirección contraria a la que el mío iba a seguir y que se detuvo en la vía paralela sólo a unos metros del mío. Me detuve ensimismado a contemplar los vagones que se detenían lentamente e inmediatamente pasé a observar los movimientos de los viajeros tras las ventanillas del vecino tren. Siempre que viajo en tren y aparece otro que se sitúa en paralelo junto al mío, siento la inexplicable sensación de querer viajar en ese otro y no en el mío, acaso sea porque ignoro el destino de aquel y siento que sería fascinante subir a un tren cuyo destino desconozco.
Me quedé contemplando a los pasajeros del tren vecino, unos se desperezaban en sus asientos mientras que otros se afanaban diligentes en sacar sus maletas del portaequipajes pues se disponían a bajar en aquella estación, mientras otros subían en cambio y se acomodaban en sus asientos preparándose para iniciar el viaje, fue entonces cuando a través de los amplios ventanales noté la presencia en aquel tren de un hombre sentado en un asiento junto a la ventanilla que se parecía extraordinariamente a mí mismo, sentí una extraña sensación pues me reconocía en todo en él, lleno de estupor constaté que a medida que lo observaba con más detalle más me parecía aquel hombre mi exacto reflejo no solo en sus facciones sino incluso en sus gestos pues durante unos momentos intercambió unas palabras con el pasajero que tenía enfrente y pude notar como sonreía y entornaba los ojos de la misma manera en que yo lo hago.

Lleno de desconcierto y de angustia me levanté de mi asiento y decidí que tenía que llegar hasta él como fuera, cogí mi cuaderno azul, pues era lo más valioso que llevaba y me abrí camino a través del pasillo arrollando a los viajeros que caminaban en sentido contrario al mío, el tren saldría en breve y ahora lo inundaba todo el bullicio propio de la gente que llega a última hora y busca su asiento en un vagón ya atestado al mismo tiempo que un hueco en el que meter sus maletas. Decidido a todo corrí hacia la escalera mecánica que conducía al paso superior que llevaba al andén contrario y mientras corría no tenía en mi mente más que la imagen de aquel hombre idéntico en todo a mí, sus ojos, el color de su pelo, su expresión, hasta las gafas que llevaba  y la ropa que vestía eran del mismo estilo que la mía.
 Por fin conseguí llegar hasta la entrada del vagón en el que viajaba mi doble, subí de un salto pero en ese momento me quedé paralizado por un instante, necesitaba tranquilizarme y pensar en la manera en la que abordaría a aquella persona. La megafonía de la estación anunciando la próxima salida del tren en el que ahora me hallaba zanjó mis dudas y eché a caminar de nuevo hacia el interior del vagón mientras concentraba mi mirada en intentar localizar al inquietante pasajero. El vagón estaba abarrotado de viajeros y no era fácil localizar a una persona en concreto, pronto creí reconocer el asiento donde se sentaba aquel hombre pero con enorme sorpresa comprobé que estaba vacío, así que con voz temblorosa pregunté a los pasajeros de los asientos contiguos sobre la persona que se sentaba allí hacía tan solo unos minutos, pero sólo acertaron a balbucear confusas palabras incoherentes.
 Estaba tan agitado que no percibí a tiempo cómo la megafonía había anunciado la ya inminente salida de mi tren, en ese momento me quedé paralizado pues observé como desde la ventanilla del que era mi vagón, en el tren en el que yo debía haber viajado me hacía señas el hombre que era idéntico a mí, entendí que quería decirme alguna cosa y bajé la ventanilla junto al que había sido su asiento. Ahora al fin nos mirábamos cara a cara, yo estaba absorto y no acertaba a decir nada, él en cambio me sonreía placidamente y al mismo tiempo que el tren que había sido el mío y ahora era el suyo arrancaba lentamente y comenzaba a alejarse de la estación, con una voz exacta a la mía me dijo casi gritando: sí, amigo yo también he querido siempre subir a un tren que no sé adonde va, y se alejó para siempre agitando a modo de despedida un cuaderno delgado de tapas azules.

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