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El hombre del parque, por Carlos J. Fernández


“Señores y Señoras” gritó el hombre subido a una caja de fruta invertida que le servía como estrado: “Mi banco me ha robado 2.500 millones de pesetas… ¿Que cómo ha sucedido? Se preguntarán ustedes, ni yo mismo lo sé, el caso es que ayer cuando fui a pedir un extracto de mi cuenta mi saldo era sólo de tres euros. Pedí explicaciones al director de la sucursal quien con total desvergüenza intentó hacerme creer que yo nunca había tenido en aquella cuenta más de diez euros. Todo se debe sin duda a una conspiración urdida por el consejo de administración de ese banco. Ellos me temen, saben que conozco su secreto, hasta ahora no me había decidido a divulgarlo pensando en el impacto que pudieran ocasionar mis revelaciones pero ahora más que nunca la responsabilidad cívica me obliga a darlo a conocer públicamente: Señoras y señores los dueños de ese banco son extraterrestres, seres llegados de otro planeta, y no sólo los dueños sino también muchos de sus empleados son extraterrestres, al menos tres cajeros de mi sucursal lo son, el director por supuesto y hasta una limpiadora, muy simpática sí, pero extraterrestre. Tengan mucho cuidado señores estén alertas, lo que me ha sucedido a mí les ocurrirá también a ustedes, pronto toda la banca estará en manos de  los alienígenas.


 El hombre, de unos 55 años, tenía un aspecto que podría definirse como cómico y extravagante. Era  muy alto y delgado pero al mismo tiempo tenía unas caderas anchas, casi de mujer, y una cabeza alargada y sin cabellos en su parte superior, pero el pelo entrecano que aún le nacía en las sienes y en la nuca caía lacio sobre sus hombros en forma de melena. Me había detenido maravillado a escuchar a aquel ser tan peculiar que gritaba su discurso en el parque municipal dirigiéndose a una audiencia de paseantes que se detenían por momentos a escuchar divertidos sus extravagancias. Tras acabar su discurso cuyo tono solemne y dramático contrastaba con las carcajadas de unos muchachos que aplaudían, descendió de la caja de frutas y fue a sentarse a un banco cercano donde se puso a consultar unos pliegos amarillentos que sacó de un bolsillo de su raída chaqueta. De pronto como si respondiera a una pregunta que acababa de hacerse en su interior negó repetidamente con la cabeza en un gesto de tal brusquedad que sus gruesas gafas de pasta saltaron de su rostro y acabaron en el suelo. Yo, que fascinado por el personaje me había detenido a observarlo con disimulo a un par de metros, recogí sus gafas del suelo y me acerqué a entregárselas:

Me temo que se han roto,  le dije mientras él tomaba sus gafas de mis manos:

Gracias amigo me dijo levantándose mientras me hacía un gesto de reverencia con la cabeza

- ¿le ha gustado mi discurso? Me preguntó mientras se ponía las gafas indiferente a la evidencia de los cristales rotos.

- Habla usted muy bien, le dije, reparando en ese mismo momento en lo culto del lenguaje que había utilizado durante su arenga pública.

El hombre me miró con una amplia sonrisa a través de los cristales agrietados mientras mostraba unos dientes muy separados. Su ceño se fruncía al sonreír y las arrugas de su frente se marcaban profundamente por lo que el aspecto general de su sonrisa denotaba un aire extraño, de ser humano que padece en su interior un grave sufrimiento pero que aún cree en la cordialidad y en los buenos sentimientos.  Esta cualidad profundamente humana me conmovió y mi alma se llenó de piedad y de simpatía por aquel ser que a todas luces se veía atormentado por algún tipo de trastorno que lo había arrojado del mundo de los que nos llamamos cuerdos. Con una de sus manos enormes rebuscó en el bolsillo superior de la chaqueta, que le quedaba ridículamente pequeña, y sacó un paquete de tabaco arrugado ¿le apetece fumar? Me ofreció, y yo acepté dispuesto a escuchar un rato a un ser amable, necesitado de calor humano, al que la enfermedad había condenado a la soledad y al desamparo, pues todo parecía indicar que vivía en la indigencia.

 Mientras fumaba nerviosamente me contó algunas cosas acerca de su vida que luego pude constatar como ciertas: había sido profesor de latín, pero acabaron echándolo del colegio en el que daba clases porque algunos días acudía a dar la clase vestido de mujer. “a nadie hacía daño” me repetía lastimero, pero ellos me dijeron que allí no podía seguir  porque era un mal ejemplo para los alumnos y los padres no lo iban a consentir y que debía ponerme en manos de un psiquiatra. Pero yo no estoy loco  sino que de vez en cuando me visto de mujer y a nadie hago mal con eso me dijo mientras apuraba el cigarro con la cabeza inclinada. Luego arrojó la colilla y levantando bruscamente la cabeza volvió a la carga con su delirio recurrente: ¿sabe ya usted que los extraterrestres manejan la banca internacional? A mí me lo han quitado todo. 

Volví a charlar en otras ocasiones con aquel hombre, siempre en el parque, era una persona que había tenido un pasado normal, un hombre cultivado, bondadoso, educado y amable al que, repentinamente,  la enfermedad mental le había quebrado la vida. Después desapareció durante un tiempo y por un empleado del parque supe que lo habían internado en el manicomio local. Fui allí a visitarlo una vez. Paseó junto a mí por los jardines de aquel lugar ataviado con un vestido de flores, tocado con una vieja pamela y llevando un bolso en la mano, en aquel lugar su aspecto grotesco parecía no llamar la atención.

Estuvimos charlando un buen rato y lo encontré bastante lúcido y razonable,  al finalizar el tiempo de la visita me despedí de él y le pregunté si necesitaba algo, nada gracias, aquí estoy bien, ya ha visto que me dejan vestir como quiera y además es un edificio construido a prueba de extraterrestres. Mientras esperaba a que llegara la persona que debía acompañarme a la salida le vi por última vez caminando torpemente con unos zapatos de tacón que le quedaban pequeños, el bolso colgando del  codo el cigarrillo entre los dedos y la cabeza afirmando o negando bruscamente ante las preguntas de su tormentoso, delirante y eterno  monólogo interior.

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