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Me Gusta/No me gusta, por Carlos J. Fernández

Me gusta observar el ir y venir de los niños en sus juegos y oírlos improvisar historias fantásticas sobre héroes y poderes mágicos de los que ellos se invisten con absoluta convicción, me gusta golpear la superficie plana y terrosa mientras camino por el campo recreándome en el chasquido de mis propias pisadas para convencerme de que sigo existiendo aún en esas soledades, también disfruto sentándome en la orilla del mar en un día de sol abrasador esperando la caricia de las olas que terminan por descorchar su espuma disipándose en un rumor refrescante nacido del estallido de infinitas y minúsculas burbujas, me gusta mirar al horizonte cuando cae la tarde y observar como el sol precipita su incendio majestuoso y sagrado contra los confines de la tierra. Los atardeceres en el campo cuando se acerca el ocaso y de la tierra ascienden los vapores aromáticos de sus arbustos, de sus plantas y de su propio ser que emana la  fertilidad de su organismo vivo, me gusta ver una película que ya he visto antes y esperar a que todo ocurra en la escena de manera diferente; es decir que ganen la batalla los indios antes que el séptimo de caballería, que la ambición de poder no destruya la amistad de la pareja protagonista, que los recluidos en el campo de concentración se rebelen contra sus opresores y cosas así porque cuando una película me gusta mucho siempre me sorprende su final, aunque la haya visto diez veces.

No me gusta el lenguaje de los políticos  porque a fuerza de querer enmascarar la realidad y pasar por culto alarga las palabras y cae en la cursilería y el artificio al decir cosas como: “poner en valor” en lugar de valorar o “culpabilizar” en lugar de “culpar” o “crecimiento negativo” cuando quieren decir que la economía no crece. No me gusta cenar en casa cuando los rayos de sol entran todavía por las ventanas e iluminan el plato con la ensalada o el pescado que tengo frente a mí, porque para cenar necesito que sea de noche así como para almorzar necesito la luz natural y si alguien enciende la luz eléctrica durante el día me invade una sensación incómoda como si fuera un gato al que acarician a contrapelo. 

No me gusta el sonido estentóreo y enloquecedor de las alarmas antirobo de los coches que disparan su fanfarria en medio de la noche por motivos que casi nunca son el intento de robo. No me gusta tampoco despertarme sobresaltado por el rugido de un trueno que retumba porque pudiera pensarse que la cúpula celeste se ha quebrado y sus cascotes inmensos caerán sobre nuestras cabezas. Sí me gusta aspirar el aire fresco que antecede a la lluvia en una tarde de invierno, el cielo lleno de nubes veteado en una infinidad de claroscuros y toda la escala de tonos grises. No me gusta ver banderas que se marchitan en los balcones,  reyes magos de trapo que escalan las terrazas cuando hace tiempo terminó la navidad, me gusta apretarme en la estrecha butaca de un teatro que huele a madera y a cuero antiguo y estar rodeado de personas que se citan allí para ver y escuchar a personas que interpretan una farsa en un ritual tan antiguo como la civilización. 

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