Allá va Ana, con la sonrisa puesta, el porte altanero, la frente alta, conduciendo con firmeza la silla errante que ocupa Juan, su hijo.
Este la controla continuamente con la mirada y reclama su atención con insistencia.
-Mama, tengo sed.
-Mamá cámbiame de posición.
-Mamá, estoy cansado.
-Mamá, cuéntame cosas de cuando eras pequeña.
Ella, con gesto siempre amable, le atiende mientras agotan los últimos metros que les separan del colegio.
Una vez que ha vuelto a la soledad de su casa, se desviste de arrogancia y se torna en realidad. La negrura ocupa su espacio.
-La vida me ha estafado- Esta frase era su estandarte.
De pronto recordaba su niñez. Ella vivía con su madre y con su abuelo al que cuidaba, ya que ésta, su progenitora, trabajaba fuera de casa. Ana tenía asignado el deber de cocinar para él. No sabía nada de cocina pero eso no suponía problema alguno, ya que con algunas patatas y cebollas de las que campaban por la despensa, preparaba un guiso en un santiamén. Y su abuelo no se quejaba, que era lo que importaba.
Vivía en un pueblecito de la costa, lo que le permitía hacer lo que más le gustaba, que era bañarse en la playa. Una vez allí se quitaba la ropa. No podía permitir mojarla ya que no tenía otra.
Sabía nadar y movía las piernas con tanta fuerza como le era posible para deshacerse del agua del mar que le impedía avanzar. Sus delgados brazos peleaban contra las olas. Ojalá no tuviera que volver…Pensaba.
Ya exhausta salía del agua, se secaba la humedad del cuerpo y se vestía.
En su casa estaba su abuelo. Su madre no había llegado aún. Era una mujer fría e independiente. Era así hasta tal punto, que su marido no había podido soportarla y se marchó nadie sabía donde.
Esta fue la primera vez en la que ella era consciente del desengaño que le producía su vida. Se encontraba con apenas ocho años, haciendo cosas que no le correspondían, su madre nunca estaba en casa y su padre, al que recordaba vagamente, se encontraba en paradero desconocido.
Quizás a causa de esta niñez mal parida, había desarrollado una torpeza emocional que la hacía equivocarse continuamente a la hora de tomar decisiones.
Era la hora de recoger a Juan del colegio. Ciertamente la vida la había estafado. El último fraude tuvo lugar cuando le comunicaron la trascendencia del legado genético que ella había depositado en su hijo sin saberlo.
Una vez más, la suerte, el destino, el universo entero le habían vuelto a descomponer su existencia. Y una vez más, también, en toda ella se produjo la metamorfosis. Retorciéndose como si estuviera regresando al estado fetal- probablemente, el único momento en el que estuvo en paz- se envolvió sobre sí de tal forma que su cuerpo se hizo un bloque. Así dejó de dolerle el alma. Por un espacio de tiempo, no sabía cuánto, no sentía nada. Habitaba la nada…Quizás la felicidad estaba en la nada.
Sentía la espesura de su cuerpo, su condensación, su masa. Era como un gran agujero negro que se alimentaba de la amargura de su existencia.
Pero llegaba a un punto en el que su mente, inexplicablemente, explosionaba como una supernova. Se iba desenroscando. Empujaba con fuerza el caparazón invisible que la rodeaba hasta que majestuosamente se ponía en pié.
Quemaba lentamente la desgracia hasta que la convertía en cenizas que quedaban esparcidas por el suelo. Se ataviaba con las alas de la fuerza y otra vez se reconstruía en eso, en el mito, el Ave Fénix que renace de sus cenizas para volar hacia la ciudad del sol.
Llegó al colegio sonriente. Recogió a Juan como cada día y le dio un beso.
-¿Cómo te ha ido el día cariño?
-Bien mamá ¿y a ti?
-Estupendo, como siempre.