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La entrevista de trabajo, por Carlos J. Fernández.


Yo tenía 18 años  por aquel entonces. El país, bajo una dictadura militar, vivía una grave crisis económica. Hacía dos años que había terminado el bachillerato y la situación en casa era difícil. No encontré trabajo aunque llamé a muchas puertas. Entonces mi madre me animó para que fuese a ver a Don Ignacio Colomer, el gran empresario y hombre de negocios. Don Ignacio había hecho la guerra con mi padre y éste, en una ocasión, le había salvado la vida. Mi madre me lo contó poco después de la muerte de mi padre. Ella  dijo que el señor Colomer no se negaría a dar trabajo al hijo del hombre que le salvó la vida.
 Mi madre, que era una buena costurera, había arreglado un viejo traje de mi padre, para que yo pudiera ir presentable a la cita con Don Ignacio. El señor Colomer había accedido a recibirme en persona. Cuando entré en su despacho le noté ocupado y me planté ante él sin atreverme a decir nada. Levantó la mirada de los papeles que tenía sobre su mesa y fijó sus ojos en mí:
- ¿pero quién es usted y que hace aquí joven? –dijo Don Ignacio, pues era evidente que hasta entonces no había advertido mi presencia.
 - su secretaria me dijo que podía pasar señor Colomer soy Andrés Oriol.
- Ah, claro, el señor Oriol, recibí una carta de su madre. De modo que es usted hijo de  Don Antonio Oriol, el hombre que me salvó la vida en la guerra ¿Qué tal sigue su padre?
- Murió hace dos años señor.
-lo lamento, envíe mis condolencias a su señora madre. Y dígame señor Oriol ¿qué puedo hacer por usted?
 -Pues…verá señor desde que murió mi padre la situación en casa es difícil, vivimos de una pensión muy modesta que le quedó a mi madre y apenas nos llega para sobrevivir, el caso es que había pensado que usted quizá podría darme un empleo en alguna de sus empresas, estoy dispuesto a aceptar cualquier cosa que usted me ofrezca.
 El señor Colomer cruzó sus manos sobre el vientre y se reclinó en el sillón observándome con los ojos entornados antes de contestar:
-Entiendo…Señor Oriol, si me permite me gustaría hacerle a usted una pregunta. ¿Sabe porqué su padre no me pidió nunca nada a pesar de que me salvó de morir desangrado en una oscura trinchera durante la guerra?
 -pues supongo que nunca tuvo necesidad de pedirle a usted nada.
 -No señor, yo soy un hombre muy rico y todo el que me conoce me pide cosas, todo el mundo tiene necesidades y cree que yo estoy en la obligación de satisfacerlas. Sólo porque he prosperado en la vida con mi esfuerzo y mi trabajo.
Su padre, sin embargo, era un hombre íntegro y por eso nunca me pidió nada a cambio de haberme salvado la vida, porque, ese, señor Oriol, fue un acto desinteresado, él no lo hizo pensando que en el futuro podría tener una compensación. Su padre no ayudaba a los demás para que contrajesen con él una deuda moral, porque su padre era un hombre íntegro.
Don Ignacio no me había invitado a sentarme y yo seguía allí de pie:
 -Discúlpeme señor Colomer, fue mi madre la que sugirió la idea de que viniese a verle, en nombre del buen recuerdo que guardará usted sin duda hacia mi padre.
 -Y es natural que su madre tuviese semejante idea, pero lo increíble es que usted se haya dejado llevar por ella. Las mujeres son terriblemente prácticas y muy poco íntegras; para ellas no existe el sentido del honor y de los actos heroicos desinteresados. Las mujeres señor Oriol no entienden conceptos tan elevados como el heroísmo, la generosidad desinteresada, la camaradería, el compañerismo. Estas cosas suceden entre los hombres en ciertas situaciones difíciles que reclaman unidad y se otorgan sin esperar ninguna contrapartida.
 -lo siento señor Colomer, no era mi intención molestarle, es sólo que no es fácil encontrar trabajo en esta crisis bajo la que vivimos y no me gusta quedarme en casa sin hacer nada. Y como mi padre le salvó a usted…
 -Ya está bien señor Oriol. Su padre no me salvó, fue el destino. Yo no debía morir aquel día de ninguna manera y su padre no fue más que una herramienta de la que el destino se sirvió, así que a quien le he estado siempre agradecido es a mi propio destino y no a su señor padre, sépalo usted de una vez.
 -Lo siento señor… yo sólo quería un trabajo, mi madre pensó en escribirle a usted, pero no era mi propósito reclamar una deuda moral…sólo a mi  padre hubiera correspondido  hacerlo y, ni siquiera a él, pues como usted dice sólo fue una herramienta del destino y el destino, claro está, no va a presentarse aquí a pedirle a usted trabajo… perdóneme señor, creo que no fue una buena idea venir aquí.
 -Está bien joven, me ha conmovido usted, al final ha conseguido usted que yo me conmueva y por ello voy a ofrecerle una ocupación. Pero no porque sea usted hijo de Don Antonio Oriol ni porque yo le deba nada a usted ni a la memoria de su padre. Pero me ha causado impresión su deseo de trabajar y de sentirse un hombre útil.
 -Gracias señor Colomer, un millón de gracias, le prometo que no le decepcionaré.
 -Eso espero porque la selección de nuestro personal sigue un proceso muy riguroso, que yo me voy a saltar, de manera excepcional, para favorecerle a usted. Trabajará usted en uno de nuestros hornos de fundición. Un trabajo muy duro y sin sueldo. No cobrará usted ninguna retribución material pero, en cambio, se enriquecerá enormemente adquiriendo valores morales como el sacrificio, la dignidad del trabajo, el orgullo de sentirse por fin útil, la camaradería, el compañerismo. Si trabaja duro y deja de lado el interés personal y el egoísmo, podrá usted convertirse en un hombre, un hombre tan íntegro como lo fue su padre.

Salí del despacho y del edificio y empecé a correr hacia casa para contarle a mamá todo aquello de la integridad, el heroísmo y los actos desinteresados, propios de la forma de ser masculina, que acaso ella no pudiera entender según el razonamiento del Señor Colomer. Y también para decirle que había aceptado un puesto de trabajo por el que no recibiría ni un céntimo como pago pero, eso sí, podría adquirir una magnífica instrucción en valores morales que me transformarían en un hombre íntegro.

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